Cada vez tengo más claro que el mundo no es el que gira, sino nosotros. Estamos demasiado acostumbrados a escuchar en tono de reproches “pues este dijo” o “este pensaba que” como si cada idea que tengamos tiene que ser inamovible, admisible como tarjeta de presentación o bien como parte inherente para siempre de una personalidad. Pues no estoy dispuesto a soportar tal tortura. Me refiero a esa que hace que condicionemos todo por unos ideales que la mayoría de las veces no tienen ni pies ni cabeza, que carecen de fundamentación y que por momentos pueden estar vacías de contenido.
Creo firmemente en que las visiones propias deben evolucionar con la reflexión, y deben hacerse mejores a base de echarles tiempo para madurarlas en correctas condiciones. Vivimos siempre corriendo, y nuestras respuestas suelen no disponer de la duración que deberían de tener para ser mínimamente correctas. Es todo tan apresurado que la equivocación suele ser inversamente proporcional al espacio temporal que le dedicamos. Pienso que es por esto por lo que decimos – yo el primero – una indigente cantidad de tonterías.
El problema estriba cuando intentamos defender lo indefendible, como si de una batalla se tratara. En la más mínima ocasión de meter la pata, no dudamos ni por un instante en meterla hasta lo más profundo que podemos. Cierto que es característica inseparable de la estupidez humana, pero es factible llegar a una conclusión pragmática del asunto. ¿Por qué no somos capaces de evitar esa conjura de necios en torno a un mismo principio si ya ha sido desplazado por algún congénere?
Imagino que la explicación estriba en la sobrevaloración constante que algunos de los seres humanos tienen de sí mismos; es lógico entender que si somos los entes supremos de nuestra galaxia, no tenemos opción al error, y que nuestra perfección es tal, que lo peor es reconocer nuestras propias faltas.
Pues quizás lo ideal puede ser partir de nuestro fallo para comenzar a construir. Y si somos capaces de estar lo suficientemente atentos, aprenderemos mucho más. Aquí parece que lo más importante es no parecer profundamente débil, sino dar la suficiente sensación de fuerza como para ser respetados. El conocimiento y el uso de la inteligencia son los motores de una correcta forma de vida, quizás utópica, pero participativa y llena de objetividad.
En otros estadios en los que los valores cargados están llenos de subjetividad y que abordan cualquiera de los ámbitos habituales, se desarrollan todas estas mezquindades que ahora nos sobrepasan. El género humano no es tan imprevisible como parece, más bien al contrario, las conductas se repiten una y otra vez en distintos formatos, pero con la misma esencia. En lo general nos encontramos con estos parásitos por doquier, aprovechando la mucha cobertura que tienen gracias al poco uso de las capacidades escasamente usadas.
No existen intereses en que usemos nuestra inteligencia. Eso sí, para gastar y consumir los primeros. Y somos fácilmente engatusables, tanto en cuanto al final, damos lo que tenemos que dar, sin llamar mucho la atención y sin dar mucho la lata. Mientras, otros viven de nosotros, nosotros somos incapaces de vivir de nada.