Johann Sebastian Bach, luterano devoto y con la única convicción de que la música debe ser hecha con el exclusivo objetivo de presentar las maravillas del creador, nos aporta un sentido espiritual fuera de toda duda. Se ha escrito y descrito mucho; bueno, mucho no, muchísimo. Sus cantatas, misas, motetes y pasiones se visten de gala cuando llegamos a la cuaresma, interpretándose por doquier cualquiera de sus obras de carácter religioso.
Hay quien piensa que Dios le debe mucho a este humilde músico alemán del siglo XVIII, ya que su aportación a las divinidades que en el Universo existen, dando gracias eternas al altísimo por haberlas hecho. Y lo curioso es que le venía ya de herencia, porque sabemos que fueron más de 120 músicos los que pertenecieron a alguna generación de esta extensa familia ultra religiosa.
Pues bien, llegada la Semana de Pasión, se antoja observar como el concepto de esta música con carácter fervoroso está presente en la manifestación cofrade. Aun a sabiendas que se usa en ritos y exposiciones católicas, la realidad es que la música tiene un valor que está incluso por encima de lo místico y piadoso, sin importarnos que es música hecha para otros convencimientos.
Esto es así porque la grandeza de la música, y más la de Bach, utiliza los mismos mimbres que Tomás Luis de Victoria, Palestrina u Orlando di Lasso en época anteriores. Y quizás, manteniendo la mayor de las prudencias, les daba igual para quien iban dirigidas sus composiciones. Tal vez, solo era una excusa para que la condición de artista tuviera la suficiente libertad como para surgir y emerger como el agua de una fuente.
Todos estos elementos que forma parte de un todo, con sus características e indivisibilidades, no han sido nunca percibidos por la mayoría de la gente. Pues estaría bien que dejaran de presentarse como simples adornos y que se les diera la categoría que en realidad tienen.
