Llevo algún tiempo madurando una idea dada por personas con criterios propios donde se defiende que en el mundo en general, y en del arte en particular, todos somos iguales, mereciendo los mismos derechos pero, extrañamente, no teniendo los mismos deberes. Quizás sea una cuestión a tener en cuenta, o simplemente es la pataleta del que quiere aprovecharse del trabajo de los demás. La realidad es que esto es algo que muchos comparten, y como bien se dice, las comparaciones son siempre odiosas, para bien o para mal.
Aclarando ideas: no todos somos iguales por la sencilla razón de que no todos nos esforzamos, sacrificamos, ni mucho menos dedicamos el mismo trabajo. Sinceramente, si yo hubiera destinado de ocho a diez horas a la guitarra desde la edad de cinco años, estaría más cerca de Paco de Lucía que de lo que honestamente soy. Sin embargo, hablando un día con un músico onubense de larga trayectoria y de importante vida artística, me decía que los de nuestra generación no habíamos nacido en época fácil para hacer música.
Totalmente cierto; nosotros a parte de estudiar música, hemos tenido que formarnos, y no de manera superficial, sino desde la llama de la competitividad, teniendo que luchar literalmente con otros semejantes para tener opciones. Esto condiciona toda una vida. Y no, no podemos compararnos con nadie en otras posiciones diferentes.
Pues bien, durante años he sentido un respeto enorme a todos aquellos artistas que han luchado contra sí mismo en primer lugar, y después contra los elementos. Muchos de ellos, incluso han emigrado de nuestra Huelva porque no tienen sitio dentro de un marco cultural señalado por coyunturas alejadas a lo que realmente debe ser. Se sufre el ataque constante de quien usa las palabras para decir “aquí estoy yo” defendiendo propuestas sin nivel como si fueran los Rollins Stones, buscando convencer a adeptos sectarios que solo vean lo buenos que son, mientras todo lo demás, que casualidad, es una absurda basura.