(Texto: J. J. Conde) Rafael Mélida sólo tiene una vida de artista. Y a través del arte, como prisma que le permite encontrar su epicentro respecto del entorno que le rodea, teniendo por tal el trabajo cotidiano, piensa que es necesario creer en lo que se está haciendo, creer que las opiniones propias con sus particulares características, de la manera que son, contienen siempre ese grado suficiente de verdad como para saber que lo que haces y de la manera en que lo estás haciendo es válido y útil, pero partiendo en todo momento de sus propias convicciones y siendo consciente de que son suyas.
Cuando le pregunto por las posibilidades que ofrece la escultura, me contesta: “En toda realización artística tendríamos que distinguir entre lo que ofrece en sí como aportación personal o propia de la obra, y lo que ofrece como medio de resolver necesidades estéticas colectivas. El trabajo tridimensional o volumétrico le da al propio hacedor la posibilidad de conjugar todas las dimensiones, de utilizar todos los elementos que necesita ofreciendo así un campo de creación infinito. En cuanto a las necesidades sociales y como medio para adornar nuestra propia convivencia, hay que tener en cuenta que todo lo que nos rodea tiene color y forma. Por tanto, el trabajo del volumen, desde las más puras pretensiones ornamentales hasta llegar a las más concretas aportaciones funcionales vitales, es imprescindible. Podría decirse que el trabajo de la creación universal sería como una escultura gigante, con sonido, luz y color propios”.
Y cuando le suelto lo del comienzo y el fin en la creación de una escultura, Mélida es contundente: “Yo diría que no tiene ni principio ni final. Es la transición de la materia por la vida en sus distintos estados. Resulta difícil decir que aquella conjunción de elementos está en su más perfecta armonía. ¿Cuándo no le sobra ni le falta? Es en esos momentos relativos cuando juegas con valores de apreciación, con valores de sensibilidad, al igual que el artista culinario apaga el fuego y ya no condimenta más. Es así, cuando unas veces más seguro y otras cargado de dudas dejas de posar tus manos y la obra continúa su andadura, cumpliendo los fines para la que fue creada, con la aportación del expectante, pero teniendo en cuenta que toda materia existente está sujeta a la transformación”
Y el hierro, Rafael, el hierro… “Pero no como material fundamental. Para mí no hay una materia privilegiada, sino los privilegios y atribuciones que se le quieran dar según se utilicen. Desde fuera, sí se podría decir que abrazo la edad del hierro, pero como ser que tiene necesidad de realizar este tipo de trabajo creativo. A veces me veo en la necesidad de cambiar la piel, al igual que la serpiente, huyendo de los letargos y en busca de la renovación constante. En cuanto a la utilización del hierro, digo que si el escultor vive a pie de la cantera de mármol es muy probable que sea éste el elemento que utilice para su trabajo. Y yo encontré la cantera inagotable del desperdicio, lo que los demás no quieren, lo que ya no sirve. Desecho que someto a un proceso de reciclaje dándole la misión más noble para lo que puede ser creado: el deleite universal”.
Seguimos conversando acerca del amor, de la vida y de la muerte, mientras Ravi Shankar vagabundea en la tradición hindú y sus ragas se cuelan por entre las rendijas de las losas desgastadas del taller que le cobija, como escultor y asceta, en Gibraleón.