Isla Cristina en febrero le canta a la vida y cuenta, cada uno a su manera, lo que ha ocurrido, de bueno y malo, durante los últimos 365 días. Es el objetivo principal de letristas, músicos, directores y componentes de las comparsas, murgas, coros y cuartetos del carnaval. Si además te llevas el primero, mejor.
A pocos días de que comience el concurso de agrupaciones, ya se nota el trasiego de decorados, apliques y cachivaches que son introducidos al teatro por la chácena y que el personal de tramoya se encarga de colgarlos en las varas del peine o guardarlos en los hombros hasta el día del estreno. Estará presente el que ejercerá de jefe de tramoya o regidor, quien ordena y redistribuye, según orden de actuación, para que luego todo fluya, sin contratiempos, ni esperas innecesarias. El público lo agradecerá.
Uno de los muchos regidores que han pasado por los teatros de Isla Cristina es José Columé Reyes, más conocido como Pepito ‘El Comercial”, apodo adoptado por su trabajo en el bazar de su primo y que, años después, cambiaría por el de conserje en un colegio.
Cuenta la historia, y así se recordará para las generaciones venideras, que él tuvo el triste honor de girar, por última vez, la manivela de cadena que cerraba el telón del desaparecido Teatro Gran Vía, una vez conclusa la actuación de la última agrupación que pisó sus tablas, la comparsa de Paco González, “Bendita Locura”. Este acto, el cierre del telón, el día de la final, era el premio que se le otorgaba al aprendiz de ese año, a excepción del último, el de 2003, que se lo reservó para él.
Pisó por primera vez la tramoya del Gran Vía invitado por un redero que hacía las veces de regidor vocacional, José Antonio Rodríguez Pacheco. Y ese mundillo le fascinó, empezaba a conocer el teatro desde el otro lado, ya que Pepe había pisado anteriormente el escenario como comparsista y murguista, así como de presentador ocasional. Conocer el carnaval desde ambos lados del telón es un privilegio que muy pocos pueden contar.
Pepe recuerda que desarrollar su labor no era fácil, “había que bregar con los directores de agrupaciones y diseñadores de los decorados que cada año venían con una historia nueva” pero todos con respeto hacia la figura del regidor y atendiendo sus indicaciones. El sistema de poleas, a base de contrapesos de arena, cuerdas de cáñamo y varas de madera, algunas con más de cincuenta años de antigüedad, no ayudaban. El Gran Vía tenía más valor sentimental que técnico. Cada año había que reponer parte del cordaje, del peine, tablas del escenario o cuadro eléctrico. El teatro se hacía viejo, mientras que las agrupaciones modernizaban sus atrezzos y telones, muchos con iluminación o peso excesivo que ponía en guardia a todo el equipo de tramoya.
Pepe tira de memoria y recuerda el decorado que más le asustó colgar, por su envergadura y peso, el de una murga de Juan Ramos Martín, “El Cano de la Punta”, que apareció acarreando el decorado construido con las riostras de una embarcación de pesca, a base de pino regio, simulando la fachada de una vivienda y sus macetas de barro, geranios incluidos. “Hubo que cambiar la percha y las cuerdas para soportar tanto peso”, recuerda, y eran los mismos componentes de la agrupación, “chicarrones fuertes de La Punta, quienes lo levantaban y descolgaban cada noche”.
Burros, cochinos, palomas, perros y gatos, burbujas de jabón, rayos láser y humo que Pepe tuvo que ubicar en un maltrecho teatro, con una corriente eléctrica a 125 voltios y que, muy de vez en cuando, le saltaban los plomos, entonces, llegaba el electricista municipal, José Antonio Rodríguez, y lo más rápido posible los cambiaba para que el comprensivo público no desesperara demasiado. La falta de medios se suplía con coraje y devoción por lo que tenían entre manos, sacar adelante una función.
Pepe habla del arduo trabajo que se realizaba durante los días del concurso, “estábamos en un constante estado de nerviosismo, de tensión, para que todo saliera bien, había que tener veinte ojos, éramos pocos y muchas las cosas que controlar, pero ese es el gusanillo del carnaval, nos gustaba”. La víspera del inicio del concurso, en los pasillos, foso, camerinos y un antiguo garaje, usado como sala de ensayo por las agrupaciones, se apilaban los decorados y apliques de las comparsas y murgas, “era un desorden controlado, siempre sabíamos donde estaba cada cosa”.
Ahora Pepe, sentado en el patio de butacas del moderno y nuevo teatro municipal “Horacio Noguera”, recuerda aquellos instantes y hecha de menos los sonidos de los martillazos del Gran Vía, sustituidos por los silenciosos motores eléctricos que elevan grandes pesos o el escenario hidráulico, que sube y baja al antojo de las necesidades técnicas.
Y si Pepito “El Comercial” cerró por última vez el telón del extinto teatro Gran Vía, sus compañeros, aquellos que empezaron junto a él siendo chavales, tuvieron el detalle de invitarlo a levantar el nuevo, inaugurando el concurso de aquel 2004. En un año pasó de darle vueltas y mas vueltas a una manivela de cadena, a presionar un simple botón. La única preocupación fue la de decidir hacia donde quería que abriera, derecha, izquierda o hacia arriba, “me quedé alucinado”, exclamó cuando comprobó la velocidad y elegancia de apertura.
Ahora, durante el concurso de agrupaciones carnavaleras, mientras sale del escenario una comparsa y entra una murga, entre el barullo, Pepe, de forma furtiva, casi a escondidas para no molestar, ronda el hombro izquierdo del teatro y obsequia con su presencia, desparpajo y anécdotas a aquellos que han seguido la tradición y se encargan de abrir el telón desde donde se cuenta y canta la vida de Isla Cristina.