(Texto: Paco Velasco) Estoy convencido de que todos los que se autocalifican como incorruptibles no son sino tristes marionetas de su propia vileza. Lo saben pero no lo asumen. Ni siquiera admiten que la virtud de la que alardean es el fruto de su pobreza como necesidad personal. Es así y el tema da para poco más. Por más que uno crea en santidades y milagros.
La señora “Robespierre” Forcadell constituye un ejemplo elocuente de lo anterior. A imitación “kempiana” de su modelo francés, su ascenso político se vincula exclusivamente a la esencia de su alma de dictadora y al uso de la guillotina –de ahí lo de “horcadell con que algunos la conocen- para desembarazarse de sus enemigos. Como toda su ideología se resume en su “super yo” freudiano, sus actos se dirigen lo mismo hacia la oposición a la pena de muerte que a su instrumentación cuando, por encima de la ley, les parece conveniente.
Forcadell, la Robespierre catalana de estos aciagos días, lidera desde el Parlament una política macabra de persecuciones y ejecuciones públicas que generan una incertidumbre progresiva a los ciudadanos. Al frente de los independentistas sin causa, “Horcadell” otorga a la institución que preside el rango de Terror con el fin de reprimir brutalmente, bajo la forma de terrorismo de la Generalitat, a cualquier ciudadano que se oponga a sus espurias pretensiones. Su política es la ley y su ley es la política.
Lo que acaso desconoce la ilustre pope de la revolucioncita catalanista es que acabará sucumbiendo a la inestabilidad por ella creada, que morirá políticamente bajo la enseña de su reinado de “terreur” y que a todo régimen autocrático como el suyo, sucede un “Termidor” aunque se celebre en octubre. Dicho de otra forma, a todo cerdo le llega su sanmartín. O igual: quien a hierro mata, a hierro muere.