(Texto: Paco Velasco) Puigdemont abandona, como todos los lunes, su casa de Gerona y se dirige, escoltado, al Palau de la Generalitat. Atraviesa en su vehículo oficial el dintel del portalón de acceso al garaje. Los mossos se cuadran ante el personaje. La consagración de su república puede oficiarse.
Sin embargo, pocos minutos después, se dirige a pie a su despacho. Durante el trayecto ha previsto una encrucijada. Bien accede tranquilamente a la dependencia y recibe el saludo acostumbrado de los funcionarios o por el contrario, se teme, la policía autonómica le impide el paso y le invita a alejarse, despedido por el silencio de sus antiguos subordinados.
La doble escena de la misma película, manejada desde la perspectiva de las circunstancias del 155, reclama un rodaje ad hoc. De cumplirse la primera parte de la historia, habría que exigir la inmediata destitución de quienes han permitido la consumación del delito de usurpación de funciones. De prevalecer la segunda trama del fugaz relato, se abre un hilo de esperanza a la ciudadanía que confía en la seguridad jurídica del Estado.
La dirección del film solo puede circular por la autopista de la ley. En estos momentos no cabe respuesta política distinta a la que se encarna en la firmeza. Si imperturbable el gesto, sereno el rostro. Si consistente el embate, resistente la resolución. Tiento y cuidado. Sin apoyar la mano en parte alguna. Sin echar un pulso. Que la turbación se traslade al otro.
Y lo que se dice de Puigdemont, trasládese a su cuadrilla de sujetos golpistas. Los tribunales juzgarán al personal. Más de uno perderá el pulso. Incluso la libertad. En cualquier caso, que los ciudadanos no perdamos la salud.