(Texto: Federico Soubrier) Platón llegó con el otoño. Tal vez el color canela de su pelo, parecido al de algunas hojas secas que empezaban a caer, auguraba un cambio de estación y la necesaria readaptación de nuestras vidas.
Con solo cuatro meses, con su porte de treinta y un kilos de mastín, pensativo, expectante y haciéndose al terreno transmitía sensación de nobleza y ganas de integrarse, no tardando ni un momento.
De recia constitución y torpe todavía al correr, a veces denota que es un cachorro, sobre todo al orinar sobre sus cuatro patas, pero no me lo pareció la primera vez que lo llevé a que conociera el mar, se quedó quieto, firme, absorto, oteando el horizonte con su penetrante mirada de ojos marrones, oliendo por primera vez el aroma a marisma salina que desplazaba la brisa del incipiente foreño, oyendo el batir de las olas mientras recelaba sin dejar que mojasen sus patas, haciendo que recordase lo que sentí cuando era pequeño, pensando que más grande que el océano solo existe el universo.
Ciertamente le gustó y le encanta cada vez que volvemos. Ahora bajamos para entrenarnos en seco a navegar en patera, gallega de construcción, me gusta pensar que una de las más marineras de Mazagón.
Costó un poco que subiese a bordo para levar sobre las arenas pero, con paciencia y sin obligarlo, va apuntando maneras para el oficio de grumete. Ya veremos si con el falqueo mantiene el tipo, confío en que sí, si no, nos quedaremos en tierra que tampoco es mal sitio para aprovechar el tiempo.
Cuando regresamos del prolongado paseo resulta curiosa la sensación de desandar sus impresionantes huellas dibujadas en la arena que denotan un itinerario incierto, guiado por la curiosidad a la vez que potencia y fuerza.
De momento se sienta, da la pata, y no soporta que nos besemos, parece decir “esto qué es, que estoy aquí, por favor no pasad de mí”. Como complemento, debe tener enterrada una panadería alrededor de la casa, lo mismo crecen trigales, quién sabe.
Llegar y encontrar blanco el suelo del jardín y la bajada de la rampa, no esperábamos una nevada a estas alturas, pero Platón en su deseo de anticipar la navidad sacó el colchón de su caseta y adornó la estancia hasta que el algodón no dio para más. Por supuesto, recibimiento tirando suavemente con sus dientes de los puños de cualquier ropa que lleves, reclamando caricias, afecto y, cómo no, clemencia. Difícil contener las risas y decirle con seriedad “Platón, ¿pero tú qué has hecho?”, entonces se va abatido, con mucha pena, como si le diese vergüenza, solo una pequeña tregua.
Ni hablar de su habilidad de descuidero, te puede desaparecer el destornillador del bolsillo y volverte loco buscando el martillo que dejaste mientras buscabas el clavo y encontrar el mango en su boca.
Entrañable verlo observando documentales de lobos y comprobar que, cuando estos desaparecen del primer plano, los busca por detrás de la pantalla, lógico, por algún sitio habrán salido.
En fin, seguramente no es el mejor perro del mundo, para mí no es el primero pero probablemente sí el último, nos da más de lo que rompe, mucho más, su nobleza, su cariño y su traviesa lealtad. Platón nos ha conquistado, es una gran mascota en todos los sentidos e indudablemente, con el tiempo mejorará, eso lo cura la edad.