(Texto: Juan Andivia) En la localidad de Pedrera, que no debe su nombre a los incidentes del pasado 6 de enero, sino a que tenían numerosas canteras, se ha restablecido la paz. Eso se dice, al menos, a la prensa, aunque debería decirse que ha regresado a su paz.
Díganme si no qué situación existe cuando tras un altercado entre aborígenes y foráneos, los unos quedan en libertad y los otros no; cuando el mayor munícipe explica que sus declaraciones incendiarias (“A mí me gustaría ver a gente fusilada”) habían sido para aplacar los ánimos; cuando, probablemente, esta supuesta calma tensa será la habitual que, en este pueblo, como en otros, sigue existiendo cada día.
Si los políticos políglotas desbarran como monologuistas, qué podrá esperarse de quienes llegan a esos puestos por lo que llegan; y ya me entenderán los habitantes de los pueblos pequeños.
En muchos lugares, sobre todo si están alejados de la capital, se siguen manteniendo los vicios antiguos, adornados con los adelantos del presente: Se sigue usando el apodo más que el nombre y no como una calificación despectiva, aunque mayormente parta de algún defecto o alguna particularidad, sino con una intención puramente diferenciadora; es muchas veces la marca de un clan. Así, El Albondigón o El Carapapa pueden hacer referencia a un aspecto físico, seguramente de algún antepasado; o El Figura, a alguna actitud, pero Eldelamoto o La Sieteconventos alude únicamente a una circunstancia que se llevará de generación en generación.
Igual que los motes, están los apellidos, unidos íntimamente a cada terruño: Los Alvargonzález, en literatura, pero Los Pérez, de Malcocinado o de Parderrubias, que no tienen nada en común.
Con esto quiero decir que las tradiciones pueden ir perdiéndose en las coplas o en los oficios, en los ritos y menos en las fiestas, pero no es tan fácil que desaparezcan del consciente colectivo de Villaletrilla (espero que no exista), que dirá siempre que los PerezGil o las Andamiranda son muy buena o mala gente, o muy avaros, o demasiado alegres.
Es bien sabido que Los Polacos de muchos lugares no venían de Polonia, pero Los Rumanos sí que vienen de Bacau, Ploiesti o Bucarest y, después de sufrir a Ceau?escu y quedarse sin trabajo en las faenas agrícolas, han llegado para quedarse a las provincias de Madrid (más de 200.000), de Huelva (más de 14.000) o de Sevilla (más de 11.000) y, de los casi 680.000 que hay en España, unos 240 están en Pedrera.
Pero estar no es adaptarse y lo que llamamos integración no es algo unilateral, sino que necesita que los PerezGil y Andamiranda (que también confío en que no existan) de cada sitio compartan, convivan y crean que Pepe El Rumano (éste sí existe, seguro, pero no me refiero a él) tenga las mismas oportunidades, los mismos servicios y el mismo respeto que los Gómez, Pérez, Rodríguez y García de todas las localidades españolas.
Afortunadamente, el edil lenguaraz e impertinente no pertenece al pepé o al pesoe, sino a una formación que, apoyada por otra, prefiere la gobernanza a la coherencia (al menos, en este caso), porque de no ser así los tirapellejos y telediretes seguirían tratando la noticia hasta el escarnio más absoluto.
Y díganme de nuevo, si no se han superado los sobrenombres, ni los prejuicios, ni las fiestas bárbaras y esto se arregla con un “Lo siento, no volverá a ocurrir” cómo creer que ya no pasa nada porque no se enfrenten violentamente las familias o no se vuelquen coches: Habrá vuelto la normalidad, pero no la paz.