(Texto: Paco Velasco) He revisado mis viejos apuntes de historia. Entre ellos, he buscado, ex profeso, mis citas y reflexiones sobre el problema catalán. Entre ellas, he encontrado una especialmente reveladora. Ortega y Gasset escribió en 1932 que el problema catalán no tenía solución global, acaso parcial como la autonomía, pero que, a la postre, se debía aprender a conllevar.
No seré yo quien discuta al maestro. Sin embargo, llama la atención lo que podría denominarse la implosión del miedo tras la victoria de los nacionales en la Guerra Civil española. Durante decenios, el nacionalismo catalán se refugió cómodamente en la dictadura para liberarse del lastre del frente popular.
Así, la restaurada burguesía catalana se castellanizó e hizo de la denuncia, de la corrupción y de la explotación de trabajadores, el mejor vehículo de acumulación de riquezas y de poder. Tal fue su metamorfosis que acabó renegando de su identidad cultural.
Pocos como Francisco Candel ha retratado (“Los otros catalanes” y “Donde la ciudad cambia su nombre”) la Cataluña de los años finales de la dictadura. Los emigrantes se evadían de su miseria, decía, en la música y el cante, en la taberna o en el bar. Sin embargo, ellos fueron los verdaderos artífices del movimiento de masas contra Franco.
De aquellos movimientos de charnegos, nada queda. Rufián es el locuaz ejemplo de aburguesamiento y de vasallaje a la burguesía corrupta. Hoy no se dedican a fomentar el bienestar social de los más desvalidos. En absoluto. Hoy se dedican al juego de tronos independentistas. Por una parte, Oriol I de Esquerra. De otra Puigdemont III de Convergencia. Izquierda y derecha de la mano. Habráse visto.
Esta patulea ha perdido su identidad catalana. Lo único que reivindican es su inclusión en el status separatistas de los Pujol, Munté, Solé, Vilá. Eso y borrar el árbol genealógico que delata a los Sánchez, Rodríguez, López o Ruiz que les avergüenza. Renegados.