(Texto: Juan Andivia) Voy a ver espectáculos de danza contemporánea porque, por lo general, no los entiendo.
Previamente, leo la sinopsis y veo quiénes son los actores; después, me dirijo al teatro con ilusión y, a partir de ahí, todo se convierte en asombro. Me gusta saber que no alcanzo a comprender todas las cosas, me siento niño y, como tal, abro los ojos y me inundo con los movimientos y la rara belleza que comunican.
Al final, cuando ya he pensado varias veces lo que puede significar y, sobre todo, lo que yo creo que es improvisación pura -y que, por lo visto, no lo es-, me examino, recuerdo lo vivido y concluyo que no puede abarcarse todo, que hay mundos desconocidos por descubrir, que no somos iguales en la percepción de la belleza y que estoy vivo.
Lo más curioso es que esos cuerpos, de agilidad y potencia enormes, quieren transmitir a los espectadores sentimientos e incluso ideas y sé que lo consiguen porque, al final un público, que suele estar compuesto por bailarinas y bailarines, exbailarines y bailarines frustrados, familias de los participantes, coreógrafas y coreógrafos frustrados, estudiantes de danza, músicos, amantes de la música, músicos frustrados y curiosos, que es donde supongo que entro yo, se levanta y, de manera enardecida, aplaude y aplaude sin parar, hasta invitarles a hacer varios bises.
Al principio, me extrañaba y no me podía explicar qué habían visto; en mi caso, aplaudía por el esfuerzo, la entrega, la preparación física, que comparaba con los atletas de una competición y porque quienes se suben a un escenario para dar algo a los demás merecen mi respeto y, casi siempre, mi admiración pero, poco a poco, me he dado cuenta de que, a lo mejor, mi capacidad de aprehensión se limita a la contemplación estética, al disfrute del lenguaje distinto y, especialmente, a la extrañeza, a la desviación de la norma (suponiendo que fuera éste el caso) como forma de acercarse al arte.
Con posterioridad, he profundizado en las explicaciones que suelen dar sus autores: llevar una historia a un todo escenográfico, la danza total, homenajes a figuras universales, versiones de mitos u obras clásicas, lo lúdico, lo irreal, el sueño; la vida, en definitiva, he concluido.
Así que, de la misma manera que se incorpora la sorpresa a la narración y lo simplemente bello a otras disciplinas, seguiré valorando las obras de danza, aunque no las comprenda, ya que el fin último del arte debe ser la fascinación y dirigirse al corazón y no a la cabeza.