(Texto: Paco Velasco) Aquello de “haz lo que digo pero no lo que hago” se erige en cumbre del cinismo político más escalofriante. Ya lo exprese un gobernante civil que un dirigente religioso. Si Maquiavelo recorrió las cordilleras más elevadas del “estadista”, la doctrina que nos legó se ha fortalecido en los días confusos, por peligrosos, que vivimos.
Los proverbios bíblicos ya nos avisaban de que la muerte y la vida están en poder de la lengua. La dialéctica, antes y después de Hegel, es un juego de guerra despiadada. Acaso el arma más mortífera sea sustantivar como diálogo lo que es un corrosivo abuso de dominio de la comunicación verbal. Se trata de consagrar el monólogo como suerte de conversación hipócrita donde uno predica y los demás asienten desde el silencio sumiso. No hay, pues, libertad de expresión. Todo se reduce, por tanto, a turbia manifestación de una cátedra de tirano.
Mi defensa de las lenguas en España ha sido, y lo mantengo, cuestión de raciocinio incluso materialista. Tres mejor que dos y siete que seis. Toda lengua es una joya. Una pluralidad de las mismas, un tesoro. De ahí mi aversión por el uso falaz y torticero de la inmersión lingüística de los supremacistas catalanes. Para esta gente ignorante y avara, una lengua, la catalana, es el método diabólico de robar a la ciudadanía su derecho a lucir el patrimonio, verbal y escrito, que les ha sido legado por sus ascendientes.
El Gobierno del PP tiene en su mano, merced al 155, la facultad de enriquecer a esa sociedad con el uso vehicular de la enseñanza en castellano y en catalán. Si no lo hacen, es porque la cobardía impera. Que Rajoy y compañía se dejen de monsergas y de eufemismos y otorguen a los ciudadanos lo que a ellos deben.