(Texto: Paco Velasco) Años atrás, un montón, los ancianos ocupaban un lugar de privilegio. En todas las culturas y en todas las civilizaciones. Hoy, y mañana se recela a peor, los ancianos han dejado de ser tales. Han, hemos, sido relegados a la condición de viejos. Simples yayos, longevos carcamales, cargantes matusalenes. Se desprecian los años entregados al bienestar de la familia y de la sociedad. Se nos reprocha el gasto económico que suponemos. Parias de una tribu global que olvida el espíritu y se mece en la red agujereada de la vida.
Las pensiones. El nuevo caballo de batalla. Los partidos políticos se disputan el porcentaje de subida. Entre la nada y el precipicio, miles de promesas jamás cumplidas. Los ancianos no somos trastos que se tiran al desván de la desmemoria. Seguimos sosteniendo el régimen con nuestras pensiones ridículas. Alimentamos a hijos, vestimos a nietos, aplacamos urgencias, amansamos borgianos tigres devoradores de sí mismos.
El Gobierno y la Oposición deben protegernos. Nos necesitan más que nosotros a ellos. Ellos nos parasitan. Nosotros les servimos. Que se vayan ellos a tomar por allí si creen que pueden seguir jodiendo, sin perdón, los pocos años que nos quedan. No se equivoquen. Somos veteranos pero no decrépitos. Activos añosos que no pasivos achacosos. Estropeados, sí, incluso usados y abusados, mas nunca deslucidos. Ojo a ellos. Más de un Gobierno va a caer si confunden la madurez con la irreversible senilidad.
A los ancianos, lo nuestro. Nada más que eso. Por justicia. La justicia pasa por distribuir el presente con la prudencia de que pasado mañana ni Pablo Iglesias ni Pedro Sánchez nos congelen las pensiones y nos vuelvan a mandar al cubo bolivariano de la basura. Ojo a los bichos emergentes. Son los peores.