(Firma: Juan Andivia) Los distintos estados coloniales han dividido el mundo en parcelas de explotación y dominio, casi siempre militar, y ahora sobre todo económica, por lo que los peces más grandes se han ido comiendo a los más pequeños, y a cuantos más mejor.
A partir del siglo dieciséis, una vez descubiertas las Américas, portugueses y españoles se lanzaron a la adjudicación de cuantos territorios podían; más tarde, a partir del siglo diecinueve, se sumaron Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Alemania, Italia, Rusia, Dinamarca y Países Bajos, que se convirtieron en los mayores devoradores de identidades, al menos, en potencia.
Ya se sabe que España tuvo su esplendor en una época pasada, igual que los demás lo tuvieron y aún hoy poseen numerosos territorios fuera de sus fronteras. Francia llegó a tener casi setenta colonias y mantiene unas veintitrés y Reino Unido sigue estando repartido por el planeta.
En Hispanoamérica, a pesar de que las voluntades mejores nos siguen llamando la madre patria, la opinión general es espantosa, especialmente en México. Es muy corriente oír maldiciones sobre Hernán Cortés, sus andanzas, amoríos, escabechinas y sobre sus sucesores en las tierras de ultramar. Existe el rumor de que en Bélgica y Holanda se decía “Que viene el duque de Alba” para asustar a los niños que se resistían dormirse o a comer y que también era una manera de llamar al alambre de espinos. Personalmente dudo de estas dos afirmaciones, especialmente de la segunda, porque tengo entendido que el “fil de fer barbelé” fue inventado en siglo XIX y en Estados Unidos, pero lo que sí es cierto es la existencia de la llamada Leyenda negra, que orquestaron las naciones enemigas de entonces.
En Filipinas ya no se habla español, excepto por algunos terratenientes añosos, algo parecido pasa en el Congo y dentro de la península las cosas ni han ido ni van mejor. El idioma, ese patrimonio inmaterial que es la verdadera patria, se mantiene en más de cuatrocientos millones de personas, por lo que la colonización cultural sigue existiendo, en parte, aunque totalmente desaprovechada.
Lo grave no es ese pasado lleno de sombras (y luces para los triunfadores), sino este presente verdaderamente ridículo. Los ingleses han hecho de su historia algo venerable; los franceses poseen “la grandeur” y los demás han conseguido hacerse, a pesar de sus rivalidades fronterizas, un relato heroico y orgulloso.
Si no, miren a los catalanes independentistas, que no sólo se creen lo que quieren creerse, sino que son capaces de seguir manteniendo a un caradura y su séquito con sus impuestos y los nuestros, en un palacete belga, aun sabiendo que la república soñada duró lo “que duran dos peces de hielo, en un güisqui on the rocks”.
Dice el insolidario expresident que cuando sus votantes lo elijan diputado europeo, volverá a este país cuando quiera, porque habrá adquirido la invulnerabilidad, como Aquiles. Y nuestras leyes, nuestras constituciones, nuestra justicia pesada y desarmada, nuestros políticos también ridículos, se debaten entre qué hacer y cómo responder, sin encontrar ese talón que ya hubiera sido alcanzado por cualquiera de los países de nuestras latitudes.
Cuando una moderada transición nos había salvado de la dictadura, cuando un golpe tercermundista había sido controlado, aunque no aclarado y la vida seguía igual, se ha regresado a este pesimismo noventayochista, perdiendo lo poco que quedaba por perder.
No se ha sabido gestionar la relación ley/democracia, necesarias y complementarias, sin que ninguna esté por encima de la otra, se ha tratado peor a quienes pedían votar que a quienes piden la pena de muerte o el asesinato por pasividad en el mediterráneo, se ha aupado a los resistentes por encima de los capaces, se ha abierto la puerta a los alarmistas y se ha desinformado a la juventud.
Los demás países, enfrascados en sus Brexit, sus Salvini y Le Pen, o sus atentados supremacistas, sus dobles presidentes o sus guerras no nos hacen mucho caso. Menos mal, si no, me temo que la opinión podría ser la de que somos una nación irrisoria, sin personalidad, donde siempre se pone el sol, no por causas naturales, y nos cubre siempre una niebla triste de indecisiones y ridículo.