Yo no sé si ustedes recuerdan tan vivamente como yo lo que hacíamos por estas fechas justo hace ahora dos años. A finales de febrero de 2020, justo antes del puente de Andalucía, era primer viernes de Cuaresma. Ya las tardes van siendo más larguitas, los abriguitos más finitos y hay más ganas de calle. Justo ese viernes había un vía crucis al que mi madre y yo quisimos asistir y allí nos fuimos. Yo, con todos los recelos del mundo, porque las noticias de un virus de nombre impronunciable venían cada vez de más cerca. Así que le advertí a mi madre que no entablara mucha conversación con la gente y que guardara un poquito de distancia. De poco sirvieron mis precauciones porque la calle iba llena, una riada de familias las cubría y desde lejos se oía el murmullo de la gente. Para estar un poco más tranquilas nos subimos a una plaza que estaba un poco más elevada que la calle y desde allí hice unas cuantas fotos con mi móvil que aún conservo. Un abuelo y su nieta estaban a nuestro lado. ¡Qué de gente! dijo el señor y luego ¡A ver si el bichito este de China no nos estropea la Semana Santa!
Durante estos dos años que han pasado desde aquella tarde me he preguntado muchas veces qué habrá sido del abuelo y de la nieta o de la señora que dejó a mi madre pasar para que viera bien la imagen que presidía el vía crucis o de los imberbes que, con sus trajecitos recién comprados en unos grandes almacenes, formaban parte del cortejo. Cuántos de ellos se habrán ido (durante los primeros meses del confinamiento morían a diario casi mil personas en España), cuántos de ellos habrán perdido sus trabajos (cuatrocientos mil empleos menos en España durante 2020), cuántos de ellos estarán ahora mismo en terapia (25% de aumento de los casos de ansiedad y depresión en España). Hemos incorporado a nuestro lenguaje expresiones como “Síndrome de la cabaña” o “Síndrome de la cara vacía”. Y repetimos más que nunca eso de ¡Qué ganas de abrazarte! Porque, a fin de cuentas, todos nos construimos por la gente que nos rodea. Hay una curiosa teoría matemática que asegura que un poliedro no es sólo lo que encierran las líneas que lo delimitan, sino que el poliedro es también todo el espacio que está fuera de él. Ya lo decía Whitman en aquel famoso poema: Yo soy inmenso y contengo multitudes. Y es precisamente en ese “fuera de mí” el que pone el punto de mira la poeta Rocío Hernández Triano, para construir su último y esperado poemario: “Muchedumbre”.
Dividido en dos partes (“Periferia” y “Centro”) que a su vez se dividen en “Hermanastros” y “Fantasmas” la primera y “Hombre”, “Hija” y “Ego” la segunda, es este poemario una colección de pequeños seres sin importancia que van contando, de forma real o imaginada, la vida de una mujer que podríamos ser cualquiera de nosotras. Solo que Rocío escoge un lenguaje lleno de ternura y minuciosidad para darles el protagonismo que la vida – tan rápida, tan efímera – no es capaz de otorgarles. En esta línea se mueven sobre todo los poemas de la primera parte, como los dedicados a Lenuta o “Dramatis personae”:
Me gustaría decirle que detrás del tresillo
hay arañas, pelusas
y la momia desierta de un filósofo.
Que Dios es una histeria,
que no podrán salvarnos ni el calcio ni el colágeno.
que más allá del barrio esta ciudad no existe,
que el simulacro es carne
y la carne,
vacío,
que yo la estoy salvando en el poema.
Poco a poco la poeta va acercándose al centro, a su centro, a su ego. Pero antes ha pasado por la muerte (Ya somos colibríes, hongos de azul vivísimo), el amor y la vida en pareja (Mi amor es monedita que al cambio da rentable) y la maternidad (¿A qué regiones te marchas, hija mía, cuando te vence el sueño?) Y todo ello construido con un lenguaje rico en imágenes, rescatando para la poesía palabras como trojes, malquista o benjuí. Porque en este poemario importa tanto el fondo como la forma y así cada poema a través de su propio lenguaje y de su propia métrica (estudiada y medida a pesar de su aparente abrazo al verso libre) va tomando cuerpo y haciéndose uno, muchos, multitud, muchedumbre que ocupamos las plazas, las calles, que desdibuja las lindes del barrio y que dicen más de quienes somos que nosotros mismos.
Al fin y al cabo, amé,
tuve algún que otro amigo,
presté mi cuerpo
y alivié algún quebranto.
Con dolor parí un hijo.
Hasta el umbral acompañé a mis muertos.
“Muchedumbre”, de Rocío Hernández Triano, está publicado por Lastura Ediciones en su colección Alcalima.
Carmen Ramos