Exactamente el 1 de agosto de 1971, mi familia y yo pasamos nuestro primer verano en El Rompido. El azar nos llevó a este paraíso del suroeste español, donde fuimos inmensamente felices durante medio siglo, es decir, 50 veranos. El año 2022 marcó nuestra despedida, ya que la salud dejó de acompañarnos.
Cuando lo conocimos por primera vez, El Rompido significaba tranquilidad y belleza. Recuerdo que, después de cenar, si queríamos sumarnos a la alegría de las noches veraniegas, teníamos que desplazarnos hasta Punta Umbría. Ahora las cosas son muy distintas: han aparecido clubes náuticos y una gasolinera; una cómoda barcaza, La Cartayera, cruza varias veces al día la ría para transportar a los visitantes que no tienen embarcación; la oferta gastronómica de El Rompido es excepcional, y un sinfín de comodidades modernas han situado a este pueblo, inicialmente marinero, en primera línea del turismo de calidad. Sin embargo, la evolución actual de su urbanismo está desdibujando su espíritu original, aquel que en su momento intentó preservar un avispado alcalde llamado Juan Antonio Millán Jaldón.
Cuando se terminen de construir las obras que hoy están en marcha (y muchas otras en proyecto), durante los meses de verano, las dimensiones de la ría resultarán insuficientes; en los clubes náuticos escasearán los pantalanes; en el centro faltarán plazas de aparcamiento y los veraneantes desayunarán apretujados en los bares. Y lo que más me fastidia es que alguien pueda pensar que, cuando diseñé nuestro chalé y luché por conservar trece de los pinos existentes en nuestra parcela, el mamotreto vecino ya estaba allí. Me refiero al Proyecto Urbanístico La Galera: una mole de cemento en construcción que, en absoluto, ha tenido en cuenta los chalés colindantes.