Mi mujer es choquera, o lo que es lo mismo, es una española nacida en la ciudad de Huelva, y yo soy un catalán nacido en Barcelona. Por lo tanto, desde el inicio de nuestro matrimonio, el idioma oficial de nuestro hogar fue el materno. Nos instalamos en mi ciudad y enseguida, vino al mundo nuestro hijo mayor: Jordi Querol Hidalgo.
Mi madre era pedagoga y nos recomendó seguir así: dejar que Jordi creciera hablando castellano, pero más adelante ella nos indicaría a que colegios debía asistir. Siempre fue partidaria de que los niños catalanes aprendieran desde pequeños a hablar indistintamente tres lenguas: castellano, catalán e inglés. Y así lo hicimos: seguimos al pie de la letra su recomendación.
Sin embargo, un día de setiembre, cuando Jordi debía tener unos cuatro años, por la tarde, cuando mi mujer fue a recogerlo a la escuela, lo vio sumamente preocupado:
—¿Qué te pasa, Jordi? ¿Te sientes mal? —le preguntó su madre.
—No, no. Lo que pasa es que la señorita me ha dicho que yo no paso el verano en El Rompido… ¡que lo paso en El Roto!
Al día siguiente, al llegar al aludido colegio, mi esposa habló con la profesora de nuestro hijo y le preguntó sobre este asunto.
—¿Sabe lo que pasa señora Querol? Que muchos niños catalanes, en general, se hacen un lio con esta palabra. En vez de decir roto, dicen rompido. Es solo eso —le explicó la profesora.
—Si, sí. Pero ¿sabe lo que pasa de verdad? Que Jordi y toda su familia pasamos el verano en un pueblo costero de Cartaya, en la provincia de Huelva, que se llama El Rompido —le respondió.
—Vaya por Dios. No lo sabía, lo siento —dijo la profesora.
—No se preocupe. Así son las cosas —concluyó mi mujer.
Un par de días después, Jordi, que seguía dándole vueltas al tema, se dirigió a mi muy serio y me hizo la siguiente pregunta.
—Papá, ¿sabes por qué El Rompido se llama así?
—Si, sí. Te lo cuento. Hace muchísimos años, El Rompido tenía otro nombre: San Miguel de Arca de Buey. Era un pequeño pueblo de pescadores, establecido alrededor de una fortaleza-castillo con la que compartía dicho nombre. Pero, tras los continuos asedios de sarracenos y portugueses siempre quedaba completamente destruido. De ahí el nombre de El Rompido –le contesté.
—Qué historia tan triste… pero ahora ya lo entiendo todo. ¡Gracias, papá!





