Cuando en El Rompido aún no existía ningún club náutico, quienes teníamos embarcación —como si la ría nos perteneciera— colocábamos un muerto al que, previamente le habíamos atado una boya, casi siempre roja, que emergía orgullosa sobre las aguas. Allí, nuestra barca, al igual que todas las demás, obedecía sumisa las leyes del cosmos: comenzaba a marcar, al instante y con devoción, el ritmo de las mareas.
Más tarde, la mayoría nos hicimos socios del Club Náutico Río Piedras. Allí se nos asignó una boya propia para amarrar la embarcación, a la que llegábamos gracias a la ayuda de los boteros. Finalmente, con la construcción de los pantalanes, todas aquellas boyas que flotaban en las aguas del club desaparecieron.
De esas tres épocas, no sabría con cuál quedarme. El pantalán aportó comodidad; la travesía hacia nuestra boya, guiados por el botero, regalaba esperas cargadas de conversaciones divertidas; y la primera etapa, la más trabajosa —aquella en la que introducíamos nosotros mismos el muerto en la ría—, estaba teñida de la ilusión y la energía propias de la juventud. Fueron tiempos muy distintos; no obstante, en todos ellos las boyas siempre fueron las protagonistas. En El Rompido, esos antiguos artilugios flotantes, al igual que sus mareas y su ría, son connaturales con él. Es decir, forman parte de su identidad.
Al llegar, lo primero que suele decidir el visitante de este delicioso lugar es comprarse una barca para surcar sus aguas y bañarse en ellas. Por lo tanto, la boya siempre está presente.
Hoy, el muerto del que pendía nuestra primera boya, convertido en escultura involuntaria, descansa con presunción a la entrada de nuestro chalé. Y la boya —descolorida por el tiempo y el salitre— cuelga en una de las paredes del garaje, como testigo silencioso de aquellos días en que la ría era un remanso de paz. Entonces se podía hacer surf sin obstáculos, y muchos navegaban en pequeñas barcas de remo sin mayor preocupación. Solo alrededor de las dos y media de la tarde se alborotaban las aguas, cuando las grandes barcazas de pescadores, tras faenar en el océano, regresaban a su refugio en El Rompido.
En resumen, tres épocas distintas, cada una con su propia alma, su propio encanto.