15 mayo 2025

CARTA AL DIRECTOR

Recuerdos de El Rompido (6)

Firma: Jordi Querol

En El Rompido aprendí muchas cosas. Mis suegros, los hermanos de mi mujer y sus respectivos cónyuges me enseñaron a comprender Andalucía. Ellos pertenecían a esa clase de andaluces que yo admiro (en El Rompido y Cartaya hay muchos y los conozco muy bien); sin grandilocuencias ni alardes superfluos, no sólo saben instruir al foráneo, sino que van más lejos: lo convierten en su amigo. A su vera respiré por primera vez estos aires y, del mismo modo, juntos degustamos coquinas, chocos y corvinas, y también las deliciosas pimentadas que mi suegra —una mujer definitiva en mi vida— cocinaba pacientemente y con esmero, mientras sus nietos y el resto de la familia nos bañábamos en la otra banda.

Tengo una anécdota de mi suegra, que quiero contar aquí. En una cena en Barcelona con varios amigos, salió a relucir el cómo y cuándo Juana y yo nos conocimos. Rodeados de mucho cava, mi mujer explicó nuestra historia con pelos y señales, y en su disertación apareció algo que yo no sabía:

—Mi madre siempre fue una mujer muy reservada, y nos educó con cierta severidad, pero dejándonos lo suficientemente libres. Tanto mis hermanos como yo la queríamos mucho. En mis años mozos, me refiero a mi adolescencia, jamás intervino en nada. Tanto a mi hermana como a mí nos dejó siempre la máxima libertad de acción. No obstante, cuando Jordi empezó a revolotear en mi vida, un día me dijo.

—Mira, hija, tú debes hacer lo que mejor sientas, ese no es mi asunto. Pero quiero que sepas una cosa: de todos esos numerosos ‘pájaros’ que últimamente merodean por aquí, a mí el que más me gusta es el catalán.

Las risas alrededor de aquella mesa fueron estrepitosas y, sin embargo, yo me quedé perplejo. Simplemente, no conocía aquella anécdota de mi suegra. Por eso, al empezar este capítulo he dicho que fue definitiva en mi vida.

Juana Samaniego simbolizaba a la “ama de casa” típica andaluza: sabia y experta, que de la vida lo sabe todo. En El Rompido fue una ayuda formidable. Ella nunca navegó con nosotros; siempre se quedaba cocinando en casa: primero en Eurovosa y, después, en Lontana. Así, cuando llagábamos cansados y hambrientos, podíamos degustar los manjares esplendidos que ella nos había preparado. Concretamente —ya lo he dicho anteriormente—, sus pimentadas eran una delicia.

Pasó algunas épocas en Barcelona, para estar en el hogar de su hija menor, y allí todos los catalanes (yerno, nietos y consuegros) la recibíamos con agrado. Juana era de esas personas que jamás hacen ruido. Algunas de sus estancias en Barcelona las hacia coincidir bien con las Navidades o con las vigilias veraniegas, y así viajábamos juntos hacia El Rompido.

Allí, nuestros hijos y sobrinos se hicieron hombres. Mientras en Eurovosa crecían y jugaban con niños vecinos, aprendieron la lección de sus mayores y, hoy, ya adultos, aman El Rompido como si fuera su propia casa.  Concretamente, uno de aquellos chicos, el más alto de todos, hoy es un entrañable amigo mío: se llama Antonio Mazo, un rompiero   ejemplar.

Al cruzar la ría tantas veces, pudimos observar el arte de nuestro viejo amigo Amador cogiendo longorones. Y algunas mañanas, tomando la “media con aceite” en el Singladura junto a mi compadre Pepe Delgado y Joaquín Burgos —reconocido patrón—, escuchándolos, asimilé muchas cosas sobre la pesca de la chirla. Asimismo, a través de conversaciones muy breves pero continuas con mi amigo, el farmacéutico Alejandro Tizón, constataba la sabiduría y el humor que subyace en la cultura del pueblo andaluz.

En la otra banda, mi cuñado Silvino nos explicaba lo que era la “revesa” y, con paciencia, nos enseñaba a hacer nudos marineros. Lo hizo tan bien que, al final, cuando él y los otros cinco (mis suegros   —Antonio y Juana—, Concha, Leni y Juan) se fueron para siempre sin hacer el más mínimo ruido, la mesa de LONTANA quedó vacía, y nosotros, desolados, pero atados de manera definitiva a este lugar.

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