11 junio 2025
Junta de Andalucía comercio
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CARTA AL DIRECTOR

Recuerdos de El Rompido (10)

Firma: Jordi Querol

Nuestra casa en El Rompido siempre la hemos denominado Lontana; es una vivienda pensada para pasar nuestras vacaciones de verano, blanca y bajita, abrazada por pinos, con muebles construidos con ladrillos, mucha luz y un patio central. Sin embargo, Lontana nunca ha contado con calefacción ni aire acondicionado. Y el resultado de esas ausencias es claro: cuando llegan los fríos del invierno no se puede vivir en ella. Además, Lontana es un chalé muy grande, pensado para cobijar a mucha gente. Por lo tanto, entre la falta de tecnología térmica y sus dimensiones, mi mujer y yo decidimos comprarnos, también en El Rompido, algo que nos sirviera para cobijarnos con comodidad durante los meses húmedos y fríos.

Con el tiempo, la fuerza que El Rompido ha ejercido sobre nuestras vidas ha ido creciendo de manera imparable y, al no poder esperar a que llegara el verano para volver a verlo, desde hace varios años —con la ayuda de Vueling— pasamos algunos fines de semana de invierno en La Casita, como mi mujer denomina nuestra pequeña morada de la calle Candilejas.

Mis amigos cartayeros, la mayoría profesionales de la construcción, supieron de las intenciones que albergábamos y me comunicaron que un amigo suyo ponía en venta su apartamento en la calle Candilejas, número 12. Conecté con él y nos entendimos enseguida, así que viajamos a El Rompido aquel mismo invierno y pasamos allí nuestro primer fin de semana, después de una rápida rehabilitación de la vivienda. Este agradable refugio es una casa antigua situada en el mismo centro de gravedad de El Rompido. Según se sale de ella, a la izquierda quedan la iglesia parroquial y el Singladura; a mano derecha, el pequeño supermercado de nuestra amiga Manolí y el restaurante Doña Gamba.

Estos viajes invernales coincidieron con los inicios de la enfermedad de mi mujer, y su movilidad empezaba a verse afectada. Como por aquel entonces yo ya era amigo de Bazo —un estupendo empleado del Doña Gamba—, este me regaló la carta del restaurante, la cual descansa siempre encima de la mesa del comedor de La Casita. Y, una vez aposentados en ella tras llegar desde Barcelona, yo —imitando a un camarero— le decía a mi mujer, entregándole previamente la carta:

—Buenas noches, señora. ¿Qué va a querer usted?

—Mire, hoy voy a pedir…

Y así, siguiendo con la broma, yo tomaba nota, y al cabo de diez minutos regresaba a la Casita con los manjares deseados.

Debo decir que enseguida nos hicimos amigos de nuestros vecinos —todos ellos “buena gente”— y, muy cerca de ellos, pasamos un buen número de fines de semana.

Juan y su familia regentan el tenderete que hay en la esquina de las calles Candilejas y la prolongación lineal de la Plaza de la Sirena. Allí, vende todo tipo de chucherías para los niños. Según miramos de frente a La Casita, a su derecha vive Mari, la vecina que diseña pequeños objetos y pinta conchas que luego vende en la plaza. Y mirando a la izquierda, la casa colindante (pared con pared), es la propiedad de Marcela y su marido Antonio —un señor alto y pelirrojo de aspecto nórdico—: un matrimonio muy agradable.

***

Nuestra vida veraniega en Lontana estaba ligada a la ría y a la arena de la Punta; a la barca y al viento; a los deportes náuticos; y a cruzar la barra para ver el océano. En cambio, durante los meses fríos, en La Casita, aquellas estancias rompieras resultaban ser absolutamente urbanas: pequeños paseos hacia el este para saludar a Joaquín (nuestro amigo del restaurante Paseo Marítimo); otras veces, caminatas cortas hacia el oeste para desayunar con churros y, sobre todo, tomar el sol bien abrigados en nuestra azotea. Desde ella, mientras contemplábamos fascinados el horizonte y el sol se reflejaba en las aguas de la ría, aquellos impresionantes destellos de luz nos devolvían a la memoria infinidad de experiencias de nuestra lejana juventud, cuando, a través de nuestro apasionado amor por esta tierra, forjamos nuestra larga historia rompiera.

 

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