Al menos un par de veces al año, en lugar de desayunar en el Singladura, cogía algo de fruta de la despensa de Lontana y me iba directo a nuestra barca. A las ocho de la mañana, la ría —muchas veces decorada con una inmóvil bajamar, ya lista para crecer— me daba la bienvenida. Con aquellas aguas tan serenas, la barca se deslizaba como si estuviera esquiando.
A mi izquierda, un Portil solitario y sin ningún parasol en sus orillas daba la impresión de estar triste. Sin embargo, todo lo que me rodeaba —el agua, la temperatura, los inmensos silencios y el azul del cielo— me ayudaba a ser feliz. Aquello era exactamente lo que yo estaba buscando: que El Rompido, en su versión más natural y sincera, entrara dentro de mí y me subyugara.
Estos detalles que menciono solo se captan muy temprano por la mañana. Con mucha gente en la barca, el agua de la ría alborotada, una flota de lanchas alrededor y un Portil lleno de sombrillas coloreadas, ese Rompido del que hablo no se puede apreciar. Por eso, al menos un par de veces cada verano, sentía la necesidad de saludarlo en estas condiciones, y así podía saborear esa sensación tan especial: la de ser un fragmento de aquel bello espectáculo, es decir, una parte integrante de él.
Las cosas obvias son más fáciles de contar. Cuando, hace muy poco, escribí un artículo sobre los restaurantes de El Rompido, sin duda resultó muy cómodo de redactar, y también fácil de entender. Todo el mundo comprende que comer unas excelentes gambas bajo las estrellas de agosto es algo sensacional. Sin embargo, la percepción que intento describir con estas líneas es un asunto mucho más complejo.
La emoción a la que me refiero abarca tres elementos muy distintos que, en determinados momentos, conforman una perfecta unidad: El Rompido como lo que es: un espectacular escenario natural; la movilidad de mi barca: el componente artificial de aquel contexto—; y, por último, el elemento aglutinador: el mar.
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Sobre esta unidad omnipresente que es el mar Pablo Neruda decía: «Necesito el mar porque me enseña». Supongo que tenía toda la razón: el mar nos sosiega, y su fuerza especial saca de nuestras almas los sentimientos más profundos. La frase «El mar es como un espejo, te ayuda a descubrirte» me pareció excelente, aunque no recuerdo el nombre del autor. Y, como un día escribió Claudio Magris: «Ante tamaño fenómeno no tienes más remedio que vivir persuadido, entendiendo la palabra persuasión como posesión de la propia vida per se: una vida colmada de autosuficiencia y libertad».