La piscina de Lontana ocupa el artículo de hoy, ya que, al igual que La Casita —un relato de hace unas semanas—, ha sido la protagonista de nuestros veraneos en El Rompido en multitud de ocasiones. En primer lugar, tengo que confesar que sus dimensiones son mínimas: es poco profunda —tiene ciento y treinta centímetros de fondo—, ya que las féminas de la casa (Juana, Concha, Leni y mi suegra) no sabían nadar; y su diámetro alcanza tan solo los cinco metros.
En definitiva, una diminuta piscina circular, pero equipada con todos los atributos tecnológicos modernos para poder conservar el agua absolutamente transparente. Además, se le colocó un foco que, de noche, ilumina el lugar y lo convierte en el protagonista del jardín. Después de cenar, conversar sentados alrededor de aquella circunferencia azul era una verdadera delicia.
Por norma general, Juana y yo llegábamos a Lontana tres o cuatro días antes que la familia de nuestro hijo mayor, es decir, los que venían de Suiza aterrizaban en Lontana los últimos. Así, yo tenía todo el tiempo del mundo para, sin prisa alguna, limpiar la piscina de manera adecuada. Lo hacía con mucha satisfacción, pues el mero hecho de imaginarme a mis nietos Linda y a Noah zambulléndose en ella valía la pena.
A simple vista, limpiar una piscina, parece una tarea fácil, sin embargo, después de tantos años practicando esta labor, puedo defender todo lo contrario: hacerlo bien es muy difícil. Al final, después de múltiples fracasos, logré aprender la lección, adquirí experiencia y, cuando mis nietos llegaban, la piscina estaba en perfectas condiciones. Bajo uno de los trece pinos de nuestra parcela —uno muy cercano a ella— instalé un plato de ducha para remojarnos antes de meternos en el agua. Confieso que su limpieza es uno de los recuerdos más vividos que conservo de El Rompido.
Aquel sencillo trabajo manual marcaba, cada año, el inicio de algo maravilloso: nuestros veraneos. Eran tres días de mucho ajetreo que me servían para adaptarme a mi nueva vida: movía mi cuerpo de maneras distintas; constataba que la bomba continuaba funcionando; tenía la satisfacción de ver cómo, poco a poco, iba apareciendo el blanco inicial de las baldosas; me trasladaba a Cartaya para comprar toda clase de productos de limpieza, unido al hecho de que tenía ocasión de saludar a amigos y gentes conocidas de la localidad.
En los últimos estíos, cuando mi avanzada edad ya me había situado en el grupo de los «seniors», sabía de antemano que me cansaría, aunque, como antes he mencionado, todos mis males desaparecían al imaginarme los primeros y felices chapuzones de mis nietos. Constatar que Linda y Noah desconocían las múltiples peripecias que acarreaba el proceso me estimulaba a continuar haciéndolo; yo siempre di por buenas mis largas horas de trabajo.
Con cepillos, detergentes, trapos varios y un nutrido repertorio de pastillas de cloro, dejaba la piscina como nueva. Siempre tuve la impresión de que mis nietos pensaban que aquella agua transparente que encontraban a principios de agosto era exactamente la misma que habían dejado un año atrás, a finales del mismo mes. Que no se hablara de mi labor no me preocupaba en absoluto. Ver a mis nietos nadando y jugando en el agua con alegría era lo único que yo esperaba a cambio: ¡nada más!
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Y luego, durante nuestras despedidas de finales de agosto, la piscina de Lontana adquiría otro tipo de protagonismo. El azul intenso de su agua moviéndose sin cesar, debido a que la bomba de limpieza estaba en activo, prestaba a la reunión un aire especial con ciertos tintes hollywoodenses. Se me antoja imposible desprenderme del recuerdo del día en que Villegas —el gran músico cartayero— y yo despedimos el verano cantando boleros bajo las estrellas y cerca de nuestra piscina azul. Aquella velada resultó inolvidable.