Debió ser en la década de los sesenta, en los últimos años de los sesenta o puede que al inicio de la década de los setenta. Estaba de concejal de Cultura José Luís Ruíz, que por aquél entonces y contra viento y marea se dedicaba a convulsionar la hasta entonces prácticamente inexistente vida cultural onubense. Se recuerdan de su labor los festivales de música de la Rábida o la apertura de un cine club que aglutinó a una escuálida porción de la ciudad que necesitaba una ventana por la que recibir algún aire fresco del exterior. Después y como consecuencia de la propia actividad cinéfila, se abriría la primera semana de Cine Iberoamericano de Huelva, al siguiente año ya con la denominación de festival. Pero también las artes pictóricas tuvieron espacio en su sorprendente, para aquellos tiempos, agenda. En ese menester pudimos admirar en las salas nobles del Ayuntamiento de Huelva una exposición de Antoni Tàpies. Aquello fue sorprendente. Todavía hoy, unos cuarenta años después, algunos no lo terminamos de creer.
Ya algunos sindicalistas empezaban por aquél tiempo a organizar por estas tierras las primeras comisiones obreras, una vena abierta mediante exacta cirugía, en el sindicado vertical. José Luís Ruíz, hizo algo parecido en la todavía férrea administración franquista. Abrió una ventana y por allí se coló el aire fresco, excepcional y certero de Antoni Tàpies.
El catalán empezó su trayectoria artística en un tiempo que todavía no era gris, como ese que ahora estoy recordando para ustedes, sino negro: los años cuarenta. Simbolismo abstracto empeñado en un contenido social que no todos podían percibir, de ahí que un par de décadas después de que este artista autodidacta, pero de sólida formación cultural, transitara con rigor y sensibilidad por esos estrechos y complicados caminos que delimitan la realidad y los sueños, se encontrara de bruces con un informalismo que recuerdo con absoluta nitidez colgado en los salones del Ayuntamiento de Huelva.
Antes, Antoni Tàpies había puesto en marcha un surrealismo mágico que fructificó en Dau al Set, para acudir a encontrarse con ese informalismo que trajo a Huelva en París y de la mano de los entonces ya reverenciados vanguardistas europeos. A esta ciudad trajo una porción de ese trabajo que expresaba tras la humildad de cartones o arpilleras manchados con una notable perfección, una visión del mundo, de la sociedad a la que pertenecía, comprometida con el progreso y con la libertad.
Del carácter iconográfico de la obra de Tàpies no creo necesario hablarles a ustedes en absoluto, consciente como soy de que probablemente tengan ustedes mayores y más profundos conocimientos de arte que quién hoy sólo quiere rememorar como a la mirada de un chaval que acababa de abandonar el pantalón corto, se le ponían por delante los más firmes fundamentos de las vanguardias españolas de después del desastre de la Guerra Civil, que observaba estupefacto como a la ausencia de contenidos en una cultura dirigida y vacía, absurda y retórica en grado sumo, gente como el desaparecido Antoni Tàpies se dedicaban a abrir en canal.
Muchas cosas han cambiado en estos últimos cuarenta años, pero no todas. La mediocridad reinante y con mando en plaza continúa hurtando a la población los valores más altos que las Bellas Artes, cuando se entienden comprometidas con su tiempo y con valores eternos como la libertad y la justicia social, tienen el deber de transmitir. Malos tiempos estos en que la falacia de contentar a las mayorías nos sume en un soporífero muestrario de mediocridades, de estulticias a juego con los amos de ayer, de hoy y de siempre, con los mismos, con quienes confunden la política con el ordeno y mando, la libertad con sus puñeteros intereses, y las Bellas Artes con artesanías decorativas complacientes con el más dócil estado de las cosas. De no haber contestación, de no existir estos tàpies y ruices con el olfato y la óptica dos pisos más arriba que el resto, andaríamos todavía en las cuevas, ataviados con un taparrabos e incapaces de soñar con un pincel en la mano y los pies en el suelo, bien afirmados en el suelo. Tàpies ha muerto, ¡vivan las artes y los artistas! Esto, al menos, nos queda y no lo sabrán nunca extirpar. Eso fijo, tampoco es que den para más.
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Tàpies en Huelva
[Bernardo Romero]»
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