En mí artículo anterior (Mercados-1), se esbozaba una rivalidad muy definida: mercados tradicionales versus supermercados. Yo, sin ningún reparo y con cierto descaro, apostaba a favor de los mercados históricos y mencionaba los que recuerdo con mayor agrado. Distintos entre sí, pero con energías similares, mis predilectos siempre han sido: Boqueria y Bucciria, respectivamente en Barcelona y Palermo, y el del Carmen en Huelva antes de su ocaso. En el capítulo anterior se hablaba básicamente de emociones y de arquitecturas, por lo tanto, hoy toca el turno a la cavilación y a los productos.
En general, las mercancías y alimentos que consumimos a diario los podemos apilar en dos grupos: 1/aquellos que, bien envasados, responden a unas características concretas (vinos, aguas, yogures, zumos, conservas…) y 2/todos aquellos que, sin envasar, tienen particularidades variables y específicas (pescados, carnes…). Los del primer grupo quedan claros de entrada; según su precio los tomas o los dejas, sin embargo, los del segundo grupo te los llevas a casa en función de su semblante y de su estado de ánimos, es decir, si las sardinas son frescas y su precio es asequible las acaparamos, al revés, las dejamos en su sitio. Dicho esto podríamos consensuar lo siguiente: hay productos que, al conocer con seguridad su precio y todas sus peculiaridades, los pillamos y nos los llevamos con inmediatez. Esto ocurre en los grandes supermercados durante los fines de semana, mucha gente atiborra los maleteros de sus coches de yogurts, botellas de agua, detergentes, zumos, royos de papel, azúcar, sal…, o sea, productos y alimentos habituales y muy conocidos. Los interesados actúan sin pestañear y sin articular una sola palabra, sobre aquellos productos lo saben todo.
Con los materiales de oficina ocurre lo mismo; los folios de papel, los rotuladores y los tóneres de nuestras impresoras, los pedimos a nuestro proveedor a través de un mail. Al ser productos que ya hemos usado con anterioridad nunca nos fallan ni sorprenden. Sin embargo, cuando queremos adquirir una buena merluza necesitamos analizarla con esmero; queremos comprobar si tiene los ojos negros y brillantes. Es natural, los productos sin envasar, singulares y con caducidad imperiosa requieren ser observados y comentados, por lo tanto, la arquitectura y decoración del lugar donde los compramos y la persona que nos atiende son muy importantes. Cuando un comercio alcanza a ofrecernos positivamente esas dos cosas y además está relativamente cerca de nuestro hogar se convierte de inmediato en una de nuestras tiendas preferidas.
Las amas de casa que, normalmente, son ‘Cum laude’ en el tema euros, siempre tienen varias direcciones en su memoria, y según sea la mercancía que desean adquirir escogen el comercio idóneo para actuar. La competencia comercial tiene esta gran ventaja, siempre hay un determinado establecimiento que nos brinda a la vez estupendos manjares, un espacio agradable y una dependienta simpática con la que podemos dialogar. Cuando esto ocurre, nuestra satisfacción y libertad de decisión aumentan.