Regreso a Barcelona y, sin darme cuenta, me incorporo precipitadamente y como un autómata al trabajo, es decir, trato a mi ciudad como a veces, por exceso de llaneza, nos comportamos con los amigos de siempre, o sea, sin disimulos ni protocolos. Reflexiono unos instantes y no me parece bien, por lo tanto, planeo una visita rápida al centro simplemente para saludarla y comprar algunas cosillas.
El modo de decirle hola a tu ciudad es un tema asombrosamente amplio. Hay muchas maneras de hacerlo; para mí la idónea es visitar alguno de sus espacios públicos más exclusivos. Estos territorios, sobradamente conocidos y simbólicos que, en definitiva, resumen la ciudad, me parecen los ideales para mostrar nuestra lealtad y rendirnos ante ella. Son lugares que representan al conjunto, una síntesis mucho más real que la simple suma de las partes, un resumen de la totalidad.
Después de nuestra ausencia estival, cuando paramos en ellos nos damos cuenta que hacía mucho tiempo que no los advertíamos y comprendemos que necesitamos percibir, explorar y a amar nuestro entorno urbano, o sea, nuestra ciudad. Cuando esto sucede, desaparece cualquier tipo de incertidumbre y percibimos una emoción de seguridad. Inmersos en estos espacios nos invade un equilibrio especial. Un equilibrio que proviene del sentimiento de propiedad. Aquel lugar nos incumbe, es nuestro. Nadie debe pensar que lo anteriormente expuesto ocurre sólo ante paisajes renacentistas o barrocos de calidad contrastada, en absoluto, una trama urbana cualquiera con una historia convivida, también induce a la sensación que me refiero.
Durante esta visita sentimental, ese contacto rápido, he apreciado que durante el mes de Agosto en algunas de las calles más emblemáticas de mi ciudad hay demasiada gente; Barcelona está muy llena. El culto al turismo y a la cultura que defiende Richard Florida, y que siempre ha criticado Joel Kotkin, que asegura que las teorías del primero son la base de la decadencia de las grandes ciudades debería ir acompañado de normas de obligado cumplimiento a seguir por todos para que los espacios públicos no colapsen. Afortunadamente, el turismo y la cultura se han situado en el mismo centro de la economía local de muchas de nuestras ciudades y, así, vamos tirando, pero insisto, sería una pena que ahora nos convirtiéramos en un parque temático con muchos desalmados dentro que no saben comportarse. Deseo con fuerza que se garantice la convivencia en los espacios públicos de nuestras ciudades y que entre otras cosas se prohíba dormir en los bancos de las plazas y las calles, usar las vías públicas como una gran “toilette”, tirar latas y envases, negociar servicios sexuales retribuidos descaradamente o juegos que comporten apuestas con dinero o riesgo para la seguridad de las personas y bienes, y también otros divertimentos recientes como el desnudarse en la calle a pleno sol.
Es muy importante que estos espacios simbólicos a los que me he referido inicialmente tengan calidad. Recomendar aquí qué lugares de Barcelona son los mejores para saludarla sería entrar en un tema que a buen seguro necesitaría un libro entero. En cualquier caso, sea cual sea el rumbo, dejar de disfrutar del placer de visitar las calles de nuestra ciudad por culpa del turismo sería inadmisible.