Oda recuperada de una muerte editorial inesperada que se llevó al limbo de las redes millares de artículos redactados para ser leídos.
A la muerte la matamos cada día que sobrevivimos. Nació con nosotros. Miento, lo hizo antes, en el mismo momento de nuestro engendramiento, dispuesta a saciarse sin que alcanzáramos la vida, pero ahí, justo en ese momento, perdió su primera partida.
Equivocadamente se piensa que solo hay una. Mentira, cada uno tiene la suya, propia, personal e intransferible, titular de nuestras vidas. Esa que pacientemente viaja en el asiento trasero, impasible y pescadora, con turno de veinticuatro horas, de tranquilidad impenitente y segura, muy segura de que algún día pasará factura y alcanzará su meta sin la menor duda.
No es mala, solo es diferente, muy distinta, tal vez el revelado negativo de nuestra existencia bien o mal parida. Está dolida, y es normal, porque es conservadora, porque busca la paz eterna: de mármol, mausoleo o solo de tierra. Ella no entiende de marismas, de sierras o de aguas profundas, de mareas que pasean cenizas y trocitos de huesos, o de vientos que los hacen viajar más allá del camposanto, de puerto en puerto, de campo en campo, de duna en duna, a miles de kilómetros de la tapa de la urna.
A veces, alguien, en un alarde de valentía desesperada decide ir a buscarla y la arruina, ya que después de todo también ella está viva. Supongo que la desconcertará, pues es creída e imagina que manda, pero su suerte está en todos lados, incluso en las cartas, bien definida. Indefectiblemente, a la postre, es la que gana la última partida y, antes o después, nos difumina.
Afortunadamente, de momento, he podido ganarle en varias ocasiones, sobre todo conduciendo y en muchas inmersiones, pero ella va mejorado, mientras nosotros nos vamos deteriorando, y es tan consciente como yo, como vosotros, de que tenemos una cita. No sé qué día, ni tampoco a qué hora me hará la visita; tal vez sea seca o tal vez agonizante, ignoro si será ella quien lo decida, pero se hace casi imposible no coger cariño a quien te ha acompañado de por vida y, tal vez, llegue cuando estés cansado en la justa medida.
No me llames, porque no pienso contestar a tu llamada, pero descuida, lo sé, finalmente acabaremos hablando, el cuándo probablemente serás tú quien lo decidas. Eso sí, cuanto más tarde mejor, amo la vida.