Cuando ocurre alguna desgracia, es decir, cada día, la sensación del dolor de los demás -para quienes pueden sentirlos como ajenos- desconcierta, rebela, nos hace frágiles y, a la vez, tímidamente afortunados. Pero el dolor propio nos paraliza y nos vuelve ingenuos y aparatosamente reales.
Mientras escribo esto, la joven que ya se había probado su vestido de novia está sola, mirando sin ver nada y llorando sin lágrimas; ha gritado que por qué a ella y ha dicho que no es justo; se pregunta cómo vivir ahora, cómo seguir un camino hecho para los dos; qué hacer con los proyectos, cómo salir a la calle, cómo aguantar la buena intención de la gente, cómo y para qué levantarse por la mañana. Querrá cerrar los ojos, para ver si vuelve a sentir las manos de su novio y su sonrisa; y le pedirá al cielo no despertar jamás.
Mientras escribo esto, en otra calle, el hermano más fuerte, hará los planes oportunos para pagar la casa y vestir a los niños; intentará sin éxito consolar a la nueva viuda y le dirá que tiene que arreglárselas con el cuarenta y cinco por ciento del salario.
Mientras escribo esto, recuerdo a los que vinieron a inventar un futuro y se han quedado mudos o, quizá, yertos o heridos para siempre.
Mientras escribo esto, el aire que respiro es distinto, porque si bien es cierto que cualquier persona no es más que una individualidad prescindible, no pude decirse lo mismo del pequeño mundo que representa y que, por tanto, desaparece con ella. Lo que se va es más de lo que se inhuma o incinera; y nada será lo mismo, aunque nos digan que se puede rehacer la vida.
Cada uno de nosotros somos tan necesarios como esa pequeña pieza del rompecabezas que vivimos, esa utilería de la historia real que se protagoniza. Porque resulta que la tristeza era esto, tener dificultades para soñar, rehacer, levantarse, mirarse en los espejos solos y pensar en definitiva que, a lo peor, hoy no es siempre todavía, en contra de lo que aseguraba don Antonio Machado, que tanto sabía de tristezas.