Para nuestra desgracia, corría el siglo XIX cuando los empresarios se dieron cuenta de que no era suficientemente beneficioso vender sus productos únicamente a los ricos.
De una reunión de espabilados nació la idea de subir un poco el sueldo a los pringados y concederles la prebenda de un poco más de tiempo libre en su trabajo.
Era necesario que la plebe se sumase a la espiral de consumo para poder disparar los ingresos del capital, razón por la que se inventaron los préstamos bancarios, gracias a los cuales los ciudadanos de a pie podrían meterse en una hipoteca de por vida, comprarse un cochecito para ir los fines de semana al campo, respirar aire puro y comerse unas tortillas mientras los niños correteaban cansándose para que no dieran mucho por saco por la noche y poder hacer el amor con un poco de tranquilidad, cuando la suegra dormitaba medio muerta por la jornada campera desparramada en el sofá frente a la carta de ajuste.
Comenzaron a llover los electrodomésticos, lavadoras, frigoríficos, cocinas de gas, aspiradoras, ventiladores, planchas eléctricas y un sinfín de aparatos hasta entonces desconocidos.
La clase obrera era feliz y de alguna manera, si somos condescendientes, los astutos empresarios se podían considerar decentes, dado que sus productos eran de calidad y duraban del orden de unos quince a veinte años.
El caso es que en esta historia los malos nunca estaban contentos, ya que querían más y más capital en las arcas del Tío Gilito, lo cual les llevó a pensar y pensar cómo poder exprimir más y más a los trabajadores que ahora se levantaban a las seis y media de la mañana, rindiendo hasta por la tarde para generar una producción que ellos mismos adquirían con el fin de poder vivir mejor, dejándose la vida en las fábricas para intentar conseguirlo.
Entonces apareció Gargamel, un norteamericano muy cabroncete, que inventó la obsolescencia programada made in USA, asignatura estudiada hoy en sus universidades con el mero fin de joder a medio mundo (o sea, al mundo entero), consistente en que el producto se te joda a los cuatro o cinco años y tengas que reponerlo con el consiguiente gasto a ingresar al Tito Gili. En el caso de las impresoras, el chip la averiaba automáticamente a las cuatro mil copias, por poner un ejemplo.
Nosotros los pringados pasamos por el aro, pero tampoco aquello era suficiente, habían inventado en otra reunión la publicidad y los productos de última generación. El MP1, el MP2, el MP3, el MP4 y así hasta el MP?, que los infinitos tontos compramos tal y como van saliendo al mercado, al igual que los móviles que te regalaban y ahora cuestan seiscientos euros a pagar en treinta meses y se quedan desfasados en cinco.
El caso es que mientras haya banqueros y empresarios pensantes acunados por sus mediadores, los políticos, los pringados vamos aviados creyendo que esta extraña y aristotélica entelequia nos traerá algún día la felicidad.
Vivir nos está costando la vida…