(Texto: Juan Andivia) He barajado nombres, o silencios, de todas las personas que he amado y que amo. Y aunque ya no contribuya, como antes, al engrandecimiento de quienes mercadean con el amor, me han entrado unas ganas locas de comprarme un anillo de diamantes y un ramo de rosas y de casarme conmigo mismo el ocho de abril, por ejemplo. Al fin y al cabo yo siempre me he sido fiel, es decir, infiel.
Pero aquí, en nuestro país, el día de los enamorados se restringe a la pareja actual; no pasa como en ultramar donde los ridículos corazones rojos se ofrecen a los hijos y a los abuelos e, incluso, a la familia política; y claro, esto resta muchas posibilidades, de manera que el público persistente en celebrar aquella feliz idea de los grandes almacenes se reduce a los adolescentes que estrenan, o desean estrenar un amor y a los amigos de las tardes de Canal Sur, empeñados ambos colectivos en parecer originales, a pesar del tópico.
A mí la ocasión me parece oportuna para darnos cuenta de que quien convive con nosotros es la persona que aparece en nuestros sueños y de que en descubrirla de nuevo radica la energía, disciplina, integridad y dedicación que nos exige la felicidad. Y aunque regalarle bombones a la cuñada anoréxica siga siendo una crueldad incluso en este día, no estaría de más buscar también en los demás alguna razón por la que merezcan se amados.
Este catorce de febrero es otro día de Navidad, convencional, carísimo y aprovechable. La inteligencia estará, como siempre, en sacar lo mejor de cada uno y potenciar los espacios comunes, aunque esto nos lleve a recordar a aquellos que te amaron y a convencernos de la importancia del amor propio. Pero, recuérdese que si el ayer es bueno porque ha pasado; el futuro lo es más porque podemos mejorarlo.