Como quiera que ayer mi travieso ordenador se tragó los renglones en los que pretendía relatar la travesía con la que posiblemente despediríamos el verano el domingo pasado, voy a intentar ver cómo ando de memoria y volver a plantearla, cuestión que solo merecen mis amigos, ya que soy enemigo de repetir, releer o repasar casi nada porque la idea inicial es irrepetible y los parches adecentan pero no rejuvenecen jamás un neumático.
Daban las diez de la mañana y los cinco que compondríamos la tripulación nos encontrábamos en el lugar acordado, en la puerta del pantalán, sé de una amiga que habría llenado de glamur la bañera de la nave, pero también retrasado la salida más de hora y media, ese día lamentablemente estaba ocupada.
Cielo despejado, aire quieto y mar en calma auguraban la sobra de alguna biodramina que en otro episodio anterior habría asentado un travieso estómago cafetero y nos hizo volver demasiado temprano a puerto, a pesar de todo, con tres piezas y no más de veinte minutos de lance, esta vez todo sería distinto.
El patrón, recién ascendido a capitán de yate en su flamante barco CHUMEQUE VII, con una certera maniobra nos sacó del finger emprendiendo rumbo a la bocana del puerto de Mazagón, eso sí, manteniendo los tres nudos de respeto en el interior del recinto. De allí, enfilando la punta del espigón, y luego marcando sobre los ciento noventa grados en el compás, dándole vida a esos dos remeros suzuki de 175 caballos casi en rodaje, nos llevó hasta aquel punto que no debo ni puedo desvelar atendiendo a las leyes de la mar.
Como buen maniático que soy, llevé mi propio señuelo, una caballa que dan ganas de hacerla a la plancha pese a los anzuelos, para que se bañase este verano, y vive Dios que es lo único que hizo, ya que mantuvo una impresionante caña con un carrete de tambor más que a su altura, muerta durante toda la jornada.
Pronto empezó el recital de túnidos con el principiante Rafael como director de orquesta e indiscutible campeón, todos fuimos pescando una pieza tras otra, incluso mi Manuela se estrenó. Si de algo quedé sorprendido fue de la habilidad de la armadora, el buen hacer y, como siempre, estar a la altura de la más magnífica y versátil de las anfitrionas, de lo que demande la ocasión, demostrando su habilidad con el cuchillo y preparando las capturas para una buena causa que hoy no viene a cuento desvelar por su singularidad.
Lo cierto es que, tras veinte ejemplares a cual más estrepitoso tamborilero sobre cubierta, el capitán acertadamente decidió que la mar había sido ya bastante generosa y volvimos planeando sobre un agua tan inmensamente azul y profunda como nadie pueda imaginar, dibujando con un manto espectacular de espuma el desandar de la acertada ruta.
No puedo más que pensar que Colón, si hubiese tenido la suerte de encontrar semejante tripulación, tal vez no hubiese llegado antes, ni pasado menos penurias, pero se habría reído un montón, al igual que todos nosotros. Fue el mejor remate para un agosto cuando menos rememorable y espero que muchas veces repetible.
No recuperé el escrito preliminar pero me alegra haber vencido, de momento, a mi traicionero ordenador.
Federico Soubrier García
Sociólogo y Escritor