Mi amigo nació a principios de los cincuenta del pasado siglo. En la calle Alfonso XIII, me decía. Entre casitas bajas de una o dos plantas. Gente pobre, buena y solidaria habitaba en ellas. Constituían, más que una vecindad bien avenida, una hermandad sólo limitada por la invisible frontera entre la zona de arriba y la de abajo.
Uno de los grandes traumas de aquellos años fue el frío del invierno. Combatirlo era tarea muy difícil. Las madres solían enviar a los niños a por carbón y cisco a un vendedor del Paseo de la Independencia. Eran los elementos esenciales para el brasero. Las manos se entumecían y las caras de los muchachos quedaban surcadas por el estilete de las heladas matinales. La pobreza económica de entonces nada tiene que ver con la de hoy. Los años cincuenta catalizaron, como nunca, las ansias de una generación por salir del agujero que aquella Huelva era.
Recuerdo, contaba mi colega, la tiendecilla de Juan y de María, en la esquina junto al pequeño local de Manolo el zapatero. Por una inalcanzable peseta, no sé cuántas decenas de galletas podíamos adquirir. La calzada, de adoquines grandes e informes, era el polideportivo extraordinario del que, de forma exclusiva, disfrutábamos los chavales. Desde partidos de fútbol interminables a estrategias de ladrones y ministros, los juegos llenaban los vacíos y las carencias de nuestra niñez.
Las madres se dejaban la piel en el trabajo en casa. Las cocinas eran el hogar que calentaba sus cuerpos descuidados, al tiempo que preparaban en las anafes platos imposibles, cafés intragables, vomitivas sopas de letra llenas de pan, alguna poleá y mucha agua caliente salpicada de leche en polvo. Al llegar las fiestas de Navidad, los críos solíamos formar grupos de campanilleros que recorrían las calles en busca de la dádiva de una “chica” o de una perra gorda. Los Reyes Magos consagraban la tristeza del desafío inútil. Los más afortunados nos mostraban, alborozados, una pelota de goma que se pinchaba al socaire de los patadones o que se embarcaba en las azoteas de las vecinas más regañonas.
Nuestro consuelo era la iglesia de la Merced. Los curas hacían ver a nuestros padres que ellos eran ricos –y no mentían- en comparación con los pobres de solemnidad que poblaban amplísimas zonas que se extendían desde la plaza de toros hasta el barrio de las colonias y la barriada de la navidad. El poder de la institución era balsámico. Las palabras de amor que partían del pesebre donde nació Jesús eran agradables a los oídos y llenaban de lágrimas los ojos de los más pequeños. Por mucho que las almas se cerraran y que el corazón se resistiera a la piedad ajena, el nacimiento del cristo dios llenaba de bondad el aire puro que en esa época sí se respiraba. Ni el descreimiento puede taponar aquellas verdades que nos sonaban dogmas.
Hoy, cuando aquellos chicuelos mocosos, impúberes y arrapiezos nos dirigimos a la frontera de los setenta, la memoria nos juega malas pasadas porque la ignorancia se impone al saber. A veces, el sufrimiento nos enseña a olvidar nuestras desgracias pretéritas, del mismo modo que los seres humanos podemos fortalecernos a medida que sentimos que nuestras fuerzas nos abandonan. Las sinergias nos enseñan que los ricos tienen más miedo a perder su riqueza que los pobres a lograrla.
En mis nietos pienso constantemente, me espetó mi antiguo camarada. Ellos poseen todo lo material que a mí me fue negado. No sé, concluía entre llantina de viejo, si ellos advertirán el amor que nosotros sí recibimos. De lo contrario, el carbón ensuciará sus almas hasta su muerte. Parafraseando a Borges, su vida será la muerte que viene y su muerte, su vida vivida.
Cisco y carbón.