Recupero un artículo publicado a finales de los años 90, pero de actualidad incuestionable)
Gustavo Adolfo Bécquer se fue a Madrid en 1854, con setenta y cinco duros que le dio su tío Joaquín, pensando que allí encontraría la libertad y la gloria. Las cosas rodaron como rodaron, pero la publicación de las Rimas estuvo, al fin y al cabo, en las manos de sus amigos de esta ciudad. Miguel Hernández también abandonó su Orihuela, Federico su Granada; y Alberti, El Puerto y su bahía. Así era, y así es, para hacer carrera literaria había que irse a Madrid, sentir, como decía Luis Cernuda, “Tus pies sobre la tierra antes no hollada,/ tus ojos frente a lo antes nunca visto”, acurrucarse, mediar, hacerse ver en los ambientes literarios, algo que no todo el mundo está dispuesto, por convicciones, por ética o estética, a hacer.
Sabiéndolo, no quiso dar este paso un enorme poeta, llamado Jesús María Arcensio Gómez Sánchez, natural de la localidad serrana de Galaroza, al que los onubenses conocíamos con el nombre de Jesús Arcensio. Nació en 1911, en la periferia, en este sur, que también existe, pero que cuenta poco.
Era un personaje de una calidad artística incuestionable. Dominaba la métrica tradicional, el soneto especialmente, como pocos y sus incursiones en el verso libre fueron felices siempre. Dirigió “Letras” y colaboró en “Jueves literarios”, suplementos de La provincia, el periódico de Huelva, fundado en 1867 (no confundir con Las provincias, fundado en Valencia, un año antes, como continuador de La opinión). Por aquellas páginas también pasaron Juan Ramón Jiménez, los Machado, Rafael Alberti, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Jorge Guillén, Rogelio Buendía y otros grandes autores. Fue redactor jefe del desaparecido diario Odiel; publicó en el Diario de Huelva, en Chabola, «Pliegos de poesía» y en diversas revistas provinciales.
Consiguió vivir como quería, primero instalándose en la taberna el «Charco», por donde desfilaban los escritores que visitaban Huelva (Federico Muelas dedica al lugar y al protagonista un extenso capítulo de su libro Sorpresa de España); después, jugando al ripio punzante en su personaje del Doctor Pica Pica, en el diario Odiel; y, casi siempre, conversando desde su “cátedra” de la Cafetería La Española.
Fue lo que quiso, no lo que pudo ser. Escribe Rafael Manzano: «Jesús Arcensio anclado en Huelva, sigue atento al fluir de las corrientes plurales. Y se mantiene fiel a un doble mandato: al de la poesía del siglo de oro, tersa, clásica, tibia como un mármol con sol; y al paisaje natal, que no es el marinero, sino el serrano». Y murió como le dio la gana: Se pegó un tiro en el corazón –en su corazón de poeta-, en un otoño del Parque de los Príncipes, en Sevilla. Era 1992.
Desde ese momento, todo ha sido injusticia en su recuerdo: La Huelva oficial, la crítica, el silencio en que se mantuvo la muerte e, incluso, la acogida del más valioso documento sobre su obra: Jesús Arcensio, Poesía completa, escrito y editado por el poeta onubense José Baena Rojas, su albacea literario, que «no podía consentir, que tras su desaparición física, su obra se perdiera y aceptó el compromiso que, implícitamente, le había hecho en vida». De este libro y de mi relación con la literatura de Huelva proceden la mayoría de los datos que aquí se aportan.
Arcensio se quedó en su tierra. Sus opiniones fueron celebradas y respetadas, parte de su poesía recogida en dos libros: Treinta sonetos, que publicó el Instituto de Estudios Onubenses, en 1975; y 12 poemas, con otros tantos dibujos del pintor Miguel Díaz, en una edición de lujo del Grupo de Poesía Celacanto, en 1990.
En la presentación de este último libro, que se celebraba en el Museo provincial onubense, Fernando Arrabal, lo definió como el primer poeta místico japonés de Huelva y, claro, el público pensó que eran cosas del dramaturgo estrafalario. Unas horas antes, Arrabal y Jesús se habían metido en una bañera sin agua, vestidos, para darse un “baño lírico”. Las extravagancias de uno y otro hicieron que, en sus últimos años, fraguaran una gran amistad. Sin embargo, Arcensio no buscaba nunca deslumbrar (epatar, que ya recoge la RAE) sino que, sencillamente, lo hacía por su ingenio, su cultura y su incuestionable dominio del verso.
Dice José Baena, en la obra mencionada, que este autor «permanece fiel a sí mismo y a su poesía, firme, desgarrada, clásica, escandalosa -en términos de Borges- (que), por su irritante perfección, no puede, fácilmente, ser clasificada». Y es verdad, porque se le ha incluido en el grupo de Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco y Leopoldo Panero, en la generación del 27, en la llamada generación de la Dictadura, según Julio Manegat y en la generación de la guerra, según Baena y Sánchez Tello en su Historia de la poesía en Huelva.
Es verdad que Arcensio pasó por Huelva como un ciclón, pero desapareció como una suave brisa, presentida únicamente por Ramón y Rafael, camarero y encargado respectivamente de La Española, de los que quiso despedirse. “Su manía: (era) jugar a la ruleta rusa con / todas las balas puestas”, dijo Arrabal.
Esta tierra (“escribir desde el sur es llorar”) sufrió otro ataque de amnesia, y Jesús Arcensio, el hombre elegante y el gran poeta “entró en la primavera completamente solo, con los zapatos rotos” y salió, voluntariamente, violentamente, para no volver. Los últimos versos de su poema “Autorretrato” (1955) dicen así: “Hombre, al fin, como tú, como cualquiera,/ que no sabe quién es ni a qué ha venido/ ni el color de la muerte que le espera.// Un hombre que ama y sufre, que ha bebido,/que es malo y bueno… y que, en verdad, quisiera,/ si hay que morir, morir como ha vivido”.
Quienes le conocimos, quienes hemos leído su obra, seguimos resistiéndonos a olvidarle.
Firma: Juan Andivia