(Texto: José Jesús Conde) El blanco y el azul se decoloran a la velocidad de lo eterno, sin excusa alguna, sin requiebro de ningún tipo, solamente con lo puesto; sobre una alfombra que una vez fue de un verde intenso y por cuyos hilos discurrían aguas límpidas a la manera de serpenteantes esteros. El blanco y el azul ya ni se adivinan siquiera a través del lienzo de aquella ría repleta de eucaliptos a lo largo de su orilla y de barquitas de colores meciéndose cual cascarones de nuez al compás de las onduladas del agua. El blanco y el azul hace tiempo que no ondean vivos por el ancho de esta sagrada penetración acuosa en la que el onubense se bañaba el cuerpo y el alma se curaba.
El blanco se arruga y se convierte en textura de homogeneidad incomparable. Bien apilado el blanco, que no se desmorona sino por causas ajenas a nuestra voluntad, como dios ordena y manda y así que se dice. Sin esperanza el blanco, anclado a una brisa que de ninguna de sus formas aletea el olor a marino, porque lo quisieron los fariseos sin importarles la podredumbre que todo lo cubre. Blanco deforme, agrietado y por cuyas hendiduras múltiples se derraman sin piedad las partículas que tan hondo calan y se sufre de padecimientos extremos a la corta o a la larga sin más. Negrura de blanco que apenas guarda las distancias con las vidas que se asoman a diario desde las terrazas.
El azul se inunda de la acidez sacrílega y lo torna turbio, espeso y muerto. Azul no queda por las marismas, ¿me oye? ¿Quién ensangrentó el azul que otrora la mirada retuviera? Y aquí el poeta, enarbolando su tristeza, escribe: “Puede que no haya gozo más intenso que la contemplación de la mar. La mar que recibimos como regalo en el amanecer de un tiempo, y que a fuerza de darle la espalda y la espalda darle se nos convirtió en cristal opaco en el que las figuras se quedan difuminadas y la espuma, ¡ay, la espuma que perdió su nácar! Que se fundieron en la mar otros hábitos ajenos a nuestra seña marinera, y en nombre de una progresión mal entendida y miope, desprovista de sentimientos, socavaron la identidad propia, la tuya y la mía, la nuestra”.
El blanco y el azul, juntos, hace mucho que se fueron a colorear por otras tierras. Pues que aquí no florece ni el jaramago, esa “planta herbácea de la familia de las crucíferas, con tallo enhiesto de 60 a 80 cm, y ramoso desde la base, hojas grandes, ásperas, arrugadas, partidas en lóbulos obtusos y algo dentados, flores amarillas, pequeñas, en espigas terminales muy largas, y fruto en vainillas delgadas, casi cilíndricas, torcidas por la punta y con muchas semillas, y que es muy común entre los escombros”, según define la RAE. Aquí sólo se malvive en blanco, en blanco fosfoyeso.
1 comentario en «EL ESTERO: De blanco fosfoyeso»
Muy bueno.
Un abrazo, Rafa.