(Firma: Juan Andivia) Dos ancianos se quitaron la vida en Santiago de Chile, “para no ser un lastre para su familia”, así rezaba la noticia de la que se hacía eco ABC y algunos periódicos digitales. El suceso resulta terrible porque todo suicidio lo es, y no quiero ni imaginar cuando a alguien se le suicida, como más adelante podía leerse: “el anciano de 94 años mató de un tiro a su esposa de 86 y luego se suicidó con la misma arma, según informa el diario El Milenio”; por lo visto, había una carta y todos los ingredientes noveleros de estos casos.
Es decir, el hombre asesinó a su esposa y, después, se pegó un tiro. O dicho más claramente, ha habido un asesinato y un suicidio. Y como no soy quién para juzgar a nadie, la carta es la explicación que vale, mientras la policía no diga otra cosa.
Lo que me llama la atención es que las lamentaciones se centran en la supuesta carga que suponían para sus cuatro hijos y siete nietos. En el periódico mexicano se dice que “los abuelitos” estaban cansados vivir y de depender económicamente de su familia. Y a mí lo que más me espanta es su hartazgo, la hartura, como diríamos por aquí con la h aspirada.
Las familias cuidarán o no a sus ancianos según costumbre, convenciones y particularidades, ya que todos los viejecitos y todos los hijo/as no son iguales, porque antes, cuando eran los descendientes quienes necesitaban ayuda de sus progenitores, no todos responderían igual. Culpar a unos u a otros no corresponde a nadie.
Y como no soy quién no diré que no me parece creativa la imagen con que tanto El Milenio como alguna prensa digital ha ilustrado la noticia: Dos manos agotadas y venosas, tomadas como señal de compañía y senilidad. Por lo menos, el ABC puso la foto real de ambos, pero es que la sensiblería está muy cerca de la sensibilidad y, ante el impacto de la noticia, se ha olvidado que seguimos sin tener una sociedad preparada para el alargamiento de la esperanza de vida y que la vejez no es una enfermedad, sino otra etapa.
Cuidados paliativos, derechos de muerte digna, pero también calles accesibles, alimentación sana, un entretenimiento al alcance de todos y, especialmente, una cultura de que cada edad merece lo que puede merecer; es decir, normalización, que no consiste en meterse en un autobús, viajar a Torremolinos y cenar con quienes comparten los dolores y los datos de especialistas médicos.
Ya se sabe que en la antigua Roma existía el senado, que lo integraban quienes atesoraban la experiencia y el conocimiento necesarios para aconsejar (no como ahora); es decir, eran útiles, servían (no como ahora). En la obra De senectute, Cicerón aboga por un envejecimiento activo, desmontando cada una de las pérdidas objetivas que acarrea la edad provecta. Escribía, por ejemplo, que disminuye la memoria y la energía física, pero el mismo Sócrates empezó a estudiar la lira ya muy mayor y Catón empezó a aprender griego. Viene a decir algo así: “Las cosas grandes no se hacen con las fuerzas, la rapidez o la agilidad del cuerpo sino mediante el consejo, la autoridad y la opinión, cosas todas de las que la vejez, lejos de estar huérfana, prodiga en abundancia”. Además, también los jóvenes enferman; por desgracia, añado. Que los placeres no son los mismos, pero que se puede seguir gozándolos si se adaptan a la salud y a la necesidad. Y que lo de la proximidad de la muerte no debería ser un problema, para quienes tienen su mente lúcida.
Creo que se sigue viendo al anciano como un ser necesariamente vulnerable cuando, si tuviera los recursos necesarios, la compañía o la soledad libremente elegidas debería vivir su ganado y feliz estado natural. Cicerón, a través de Cato?n el Viejo, agrega en la obra citada que la vejez “es honorable si ella misma se defiende, si mantiene su derecho, si no es dependiente de nadie y si gobierna a los suyos hasta el último aliento”. Pues eso está muy bien, aunque hayan pasado más de dos mil años y sigamos sin conseguirlo.