Hoy he hablado con una compañera que estaba trabajando desde casa. En medio de nuestra conversación – que trataba de números, convenios, fechas, fondos disponibles – se colaba la voz de su hija pequeña. Yo la imaginaba entonces intentando mantener la compostura, que el hilo de la conversación no se le fuera mientras su pequeña le trepaba por la espalda o le cogía el brazo para llamarle la atención. Pensaba en lo difícil que está siento este tiempo para todos, pero sobre todo para las mujeres. Pensaba en las madres, en las abuelas, en las hijas, en las nietas, en las solteras, en las casadas, en las viudas, en las que están a punto de ser madres o en las que han aplazado su boda varias veces porque no ven el momento. Pensaba en las que tienen y en las que no. En las que no pueden poner la calefacción y en las que siempre llegan tarde a las extraescolares. Para mi teletrabajar es bastante fácil: cuento con espacio y silencio suficientes para que mi jornada sea sobradamente provechosa. Pero hay compañeras que confiesan que trabajar desde casa durante el confinamiento fue lo más estresante que habían experimentado en sus vidas. Hay quienes tras tres meses viéndole la cara a Paco, veinticuatro horas, 7 días a la semana, 70 metros cuadrados, le han dicho bye, bye darling y han comenzado una nueva vida. Sin Paco, claro.
Dicen las estadísticas que los divorcios en 2021 han aumentado un 10% con respecto al año anterior. Pero también hablan del agravamiento de la salud mental de las mujeres, de la brecha en la corresponsabilidad de los cuidados, del aumento de la precariedad económica y laboral, de la mayor desprotección de las mujeres migrantes. Hablan los números de un mundo un poquito menos justo con las mujeres y las niñas. Hablan de la tormenta que no cesa de caernos encima, que nos mantiene permanente empapadas y sin un lugar donde cobijarnos. Con este panorama tan solo nos quedan los conjuros. Conjurando a la tormenta. Tomo este verso de un libro que me he leído estos días. Su autora es Marta Castaño y lleva por título “Diáspora de la mujer pájaro”.
Es este un libro de lectura fácil pero lenta. Marta hace una poesía muy visual (de hecho, el libro está ilustrado por ella misma) y recorrer sus poemas, acompañarla en este viaje, se parece bastante a un placentero trayecto en ferrocarril. Sin embargo, en cada uno de sus poemas, la autora deja una señal, una piedra, una marca en la que nos reconocemos. Esa mujer pájaro, que ha perdido una casa pero tiene un bosque, somos también cada una de nosotras:
Escucha el lamento de la
flor sometida
bajo la lluvia
el eco del sacrificio en esta
noche sin luna
a la que ofrecer nuestra danza.
Llama la atención la ausencia de puntuación salvo en los finales en cada poema, con los que la autora consigue que cada una de nosotras haga su propia lectura, habite su propio lugar, construya su nido. Destaca también el uso de elementos tan simbólicos como el agua, el fuego, la tierra y el aire, que se combinan para crear nuevas y poderosas imágenes. Se agradecen las citas a grandes poetas como Mary Oliver o Silvia Plath. Y por supuesto abunda en el poemario el femenino: mujer, madre, nosotras, hermana. Este último en un bellísimo poema final que, confieso con el corazón en la mano, me hubiera gustado escribirle a mi hermana:
pero tú eres
capaz de detener
el díscolo parpadeo
antes de la lágrima
Decía Kavafis en su mil veces citado “Camino a Ítaca” que pidiéramos que el camino fuera largo. Tras la lectura de “Diáspora de la mujer pájaro” yo pido que el viaje no sea solitario, que lo hagamos acompañadas, que es así como únicamente se conjuran a las tormentas.
“Diáspora de la mujer pájaro”, de Marta Castaño está publicado desde La Antilla (Huelva) por Versátiles Editorial.
Carmen Ramos