Conocí personalmente a José Hierro en enero de 1981, en la celebración del centenario de Juan Ramón Jiménez, en Huelva. Compartimos mesa y hablamos de vinos. Descubrí entonces en aquella imagen fuerte, a un hombre grande que escribía una poesía poderosa. Desde aquel instante, he tenido entre mis pocos galardones los de la inmensa suerte de haber conocido su obra y haberlo conocido a él.
En los últimos años de su vida, que acabó el 21 de diciembre de 2002, hace ahora veinte años, sus muchos reconocimientos y homenajes me alejaron de cuantos lugares frecuentaba; pero, hasta que le concedieron el Premio Cervantes en 1998, mis relaciones con él y su familia eran frecuentes y cordiales.
Con su amabilidad, la de su hija Margarita y su yerno Manolo Romero, terminé mi tesis y escudriñé entre sus grabaciones de poetas contemporáneos de su etapa laboral en Radio Nacional de España. En Nayagua, la finca de Titulcia, bebimos el tinto joven, que “ya no es como los de entonces, porque no le dedico el tiempo suficiente», plantamos algún árbol con su nieta Hortensia y recorrimos la antigua casa de campo repleta de recuerdos.
Hierro me contaba cosas de su pasado y su presente con toda naturalidad; y yo escuchaba. Cuando, en una ocasión, al despedirme, le dije que le agradecía todo lo que había aprendido ese día, me respondió «hijo, pues qué poco sabías». He pensado siempre en esa frase y, lógicamente, era una forma de expresar su humildad, porque aunque yo sabía y sé muy poco, él me había enseñando mucho.
Se nos fue Pepe Hierro, a todos, a los amigos y a los lectores, a los poetas y a los estudiantes de Letras, que aún los hay. Todos tenemos razones para echarlo de menos y quienes, además de como referente literario, lo tratamos como persona, mucho más.
Por esto, cuando ya han comenzado los actos conmemorativos de los cien años de su nacimiento el 3 de abril, en Madrid, parece de justicia recordarlo y, como dicen desde su Fundación, preservar y difundir “su trayectoria humana, ejemplo de tesón constructivo, de honestidad y de solidaridad con sus compañeros de oficio y con sus semejantes”.
La obra del Premio Cervantes de 1998, Premio Príncipe de Asturias en 1981 y Premio Reina Sofía de 1995, entre otros premios, posee una actualidad y un vigor extraordinarios. Sin embargo, es frecuente referirse a ella como una poesía de compromiso, testimonial y que se sitúa entre el reportaje y la alucinación. Es decir, describirla como siempre, aun tratándose de grandes verdades. En ocasiones existe la disculpa de la urgencia periodística; otras veces se trata de desconocimiento o de acercamiento a manuales anticuados, en vez de inmersión en una obra que se ha consagrado como intemporal.
Verdaderamente la obra del poeta madrileño, o montañés -los poetas tienen como única patria el corazón de sus lectores- es una sola, su propia vida en los capítulos que componen los libros publicados y en los jirones, o en los poemas, de cada entrega. Su aportación a la literatura contemporánea puede cifrarse en varios aspectos.
Por un lado, el conocimiento de un proceso creador independiente, posterior y recuperador de la emoción que genera el poema, como ya se veía en la Poética de G.A.Bécquer: El poeta ve, experimenta o vive; después, reposa y vuelve a traer esa emoción, vertebrada en artificio consciente, y la fija en el papel, como un entomólogo a una mariposa. Por otro, es un poeta siempre moderno, con una poesía siempre nueva que enlaza la etapa de pura estética con la de puro compromiso, que es capaz de aunar el yo ético y el estético:
“Tú que sigues el vuelo de la belleza, acaso/nunca jamás pensaste cómo la muerte ronda/ni cómo vida y muerte —agua y fuego— hermanadas/van socavando nuestra roca”.
Introduce, también, el elemento irracional en nuestra poesía. Unos le llamaron simplemente lenguaje alucinatorio; otros entendieron que no se trataba ya de encontrar referentes o de revivir historias, sino de viajar, de recorrer sitios, épocas, de hacer intemporal el tiempo y posibles todos los encuentros. De hacer, en suma, todopoderosa a la poesía.
Estas aportaciones fueron entendidas por el jurado del Premio Príncipe de Asturias de Literatura, cuando declaró que se le concedía el galardón por «el intenso valor lírico de su obra, que supone a la vez un testimonio histórico y una actitud ética merecedores de público reconocimiento». Pero, sobre todo, José Hierro manifestó, a través de sus versos, que la poesía puede ser sustituta de la vida, que es la vida misma, que puede recuperar el pasado, apresando los instantes de plenitud y eternidad.
“La poesía es como el viento,/o como el fuego, o como el mar./Hace vibrar árboles, ropas,/abrasa espigas, hojas secas,/acuna en su oleaje los objetos/que duermen en la playa”.
José Hierro era, además, un hombre coherente y bueno, cualidades que transmitía en sus declaraciones, siempre en la misma línea de pensamiento y de teoría literaria y en su trato humano, alegre y jovial.
Hoy, el hombre cabal, el poeta grande que sobrevivió a generaciones, guerras, posguerras y modas literarias se contradice a sí mismo en el verso final de su Cuaderno de Nueva York: «después de tanto todo para nada.» No para nada, sino para ser imperecedero en la memoria y para dignificar con su vida y con su obra, la consideración social y literaria de los poetas y de la poesía de verdad.
Cuando se cumple este su centenario, parece imprescindible reclamar y releer su obra y luchar, como contemporáneos, para que su legado llegue a traspasar, como se merece, todas las coordenadas temporales y, como reza el lema de la conmemoración que alumbró los homenajes de su noventa aniversario, “Construir la tradición precisa de una resistencia al olvido”.