No sé qué me escandaliza más si lo de Sanxenxo, lo de Burjassot, lo de Igualada, lo de Bruselas, lo de Ucrania, lo de Salobreña, lo de Villarejo.
En realidad, creo que la exhibición borbónica me apena, porque es una representación de lo que sienten muchos españoles; lo de los adolescentes presuntamente violadores me avergüenza, porque veladamente o no, todavía, hay quienes no comprenden lo que es abusar, agredir y todos los sinónimos siniestros que se nos ocurran; y no únicamente en esa localidad y en esas familias; Puigdemont sigue viviendo como lo que nunca ha sido, mantenido por utópicos e ignorantes; y lo de Ucrania rompe todos los corazones y amenaza los sueños de paz.
Lo de la señora mal empadronada tiene dos vertientes perniciosas, la de la supuesta servidora pública que intenta burlar las leyes, práctica de uso común lamentablemente y la de una ley pacata que no permite que alguien valioso, cuando lo sea, pueda presentarse a unas elecciones fuera de su lugar de residencia. Y después está lo de Villarejo.
En este país, hacemos las tortillas de patatas y criamos a nuestros hijos; en este país, criticamos un sistema educativo que no da resultados de ningún tipo, salvo excepciones: aquí soñábamos, aquí creíamos; aquí, como en la escena de la película “Casablanca”, alguien grita: ¡Qué escándalo, qué escándalo. He descubierto que aquí se juega!, como si no lo supiera desde siempre y obtuviera, además, sus beneficios.
A este país habría que darle la vuelta como a un pantalón y empezar, tras enseñar las costuras, a arreglarlo poco a poco, si es que tiene arreglo, porque creo que lo que nos ha fallado irremediablemente es el propio ser humano.