Hace años publiqué un artículo con este título: ‘Los textos pequeños hacen lectores pequeños’; en él me refería a los llamados poetas digitales y a mi conversación con unas jóvenes lectoras, que se asombraban de que los conociera.
También confesaba que ya estaba cansado de obviedades y frases de amorcitos y desamorcitos y que esa viralidad se debía a la estimulación de la parte más cursi de una adolescencia, que no se ciñe únicamente a la edad.
Pero me movía una realidad muy triste porque, aun alejado de las aulas, me consta que para quienes no han cumplido los treinta el conocimiento de autores de calidad contrastada con quienes coincidir en sus sentimientos es escaso. Como mucho conocen a Bécquer, y no es poco; y de ahí pasan a los ‘insta’ y ‘yuotuberos’. Nada que no pueda verse en un teléfono móvil les interesa a la juventud ‘ticktockera’ y desde luego es verdad que algunas frasecillas tintadas de poesía les puede llegar por ese medio. Cuánto se pierden.
Ahora existen canales donde revivir por medios electrónicos obras de todo tipo, interpretadas, masticadas; por lo que no parece comprensible que no se aborde el estudio de las letras desde ese terreno común, que lo será en cuanto al profesorado se le dejen de caer los anillos por tratar a algunos de estos autores en vez de intentar que a un alumno de trece años les guste el Mío Cid.
Parafraseándome, y al comienzo de curso: merece la pena empezar por lo digital, anecdótico y manido para llegar a Quevedo, antes que descarrilar definitivamente en Gonzalo de Berceo.
Mi título podría haberse cambiado por “Los textos pequeños hacen pequeños lectores”.