He asistido a algunas graduaciones de los «colleges» ingleses y he visto su liturgia, su ropa, la familia y las fiestas. Se celebran por la mañana, tarde y noche. Y es un acto importante.
En nuestros pagos se ha puesto de moda hacer algo lejanamente parecido con las criaturas de cinco, doce, quince y dieciocho años. Es decir, que si no repite curso, un adolescente puede conseguir cuatro graduaciones, como mínimo, aunque no haya superado ninguna de las etapas anteriores. Todo esto con el perjuicio de sus abuelas, padres y pies y neuras machacados por los tacones y el alcohol.
La estupidez es infinita, lo sabemos y, probablemente los promotores de estas farsas han debido de ser los fotógrafos o los proveedores de ‘catering’, además de algún profesor chiflado.
Los egresaditos suelen llevarse algún diploma, que olvidarán; a veces, un regalito, que extraviarán, una felicitación no sabemos por qué y unas palabras de la directiva que no escuchan. También hay fanfarria y, en el sur, instantes de deshidratación por la fecha, el clima y la falta de medios y de oportunidad.
Comprendo que se haga en el tránsito de la enseñanza postobligatoria a la facultad, al mercado laboral o al estado nini, pero todo lo demás, tal como se concibe, me parece un disparate.
La infantita que pasa a Primaria se merece una despedida, todo lo alegre que se quiera; igual que el infantito que deja su cole para ir al insti; pero lo absurdo se corona cuando ni siquiera abandonan el establecimiento, porque ofrece todos los niveles de la enseñanza.
Las palabras importan mucho, por eso graduarse debe ser algo serio. Es cierto que la fiestecita se respalda etimológicamente porque, al fin y al cabo, en latín ‘gradus’ significa paso, peldaño o escalón; de ahí grada, grado, grados, etc., pero las palabras tienen vida y una vez, también en nuestro país, graduarse fue un momento de dignidad, un logro, una etapa y un éxito.
Ah, un éxito, claro, pues que se gradúen todos, no vayamos a crear discriminaciones.