Imaginar diálogos entre dos personas que no existen. Imaginar paisajes que no existen. Meterlos en una historia que sí sucedió.
Todo mi amor para quienes ahora mismo están corrigiendo, maquetando e imprimiendo los libros que leeremos en otoño-invierno.
El mejor refugio cuando afuera hace más de cuarenta grados, es un libro. Si es un clásico, mucho más refrescante.
Yo me he pasado al electrónico y otras frases de quienes, entre otras cosas, hacen maratones de series o aprovechan todas las ofertas de 3×2 en el supermercado.
Sueño con recoger de la playa caparazones de caracoles incompletos, trozos de conchas que una vez fueron refugio y hoy parecen escamas de un tritón. Luego los guardaría en una caja con un nombre muy rimbombante, algo así como «El cofre de los tesoros incompletos». Sacarlos de vez en cuando para imaginar de dónde vienen, cómo eran cuando eran todo.
Todo en el lenguaje marinero suena a poesía de otras tierras, de otros lugares: maroma, pantalán, sotavento. Es difícil igualarlas en belleza.
No recuerdo grandes acontecimientos que me pasaran en verano. Sin embargo, sí recuerdo los veranos por los libros que leí, las películas que vi, la música que escuché. Por ejemplo, recuerdo el verano que me leí a Simone de Beauvoir, recuerdo el verano en que los poemas de Ángel González me dejaron con la boca abierta, recuerdo el verano de “Reality bites” y del “Ooh, baby I love your way, everyday…” en bucle.
Cuando le preguntaron a Douglas Coupland cuál creía que era el futuro de la Generación X, a la que dio nombre en su libro más famoso, afirmó sin dudarlo: “Una buena botella de Pinot Gris, una cama cómoda, buen wifi y nadie alrededor para molestarlos”. ¡Oh, yeah!