Soy un manazas y mi inaptitud se incrementa en la cocina, aunque no por naturaleza, sino por voluntad. No he tenido la suerte, supongo, de encontrarme con esas facultades que tienen quienes las tienen y me apaño cuando he de hacerlo y poco más. Cuento esto porque en el ochenta cumpleaños de mi madre hice una tarta.
Obviamente era de esas que se elaboran solo con saber leer, todo bien explicado, los ingredientes y el tiempo. Algo que nadie de mis demás creía posible.
Aparecí con la tarta en el salón, ante el asombro general e hicimos lo que se hace en estos casos, velas, soplidos, canción y aplausos, pero siendo conscientes de que podría ser el último de esos aniversarios acabados en cero que tanta ilusión hacen. Mi madre pasó también los noventa, pero ya le daba igual la tarta y las celebraciones.
Todo llega a apreciarse más cuando se pierde, lo sabemos, pero los padres dejan un vacío especial incluso en vidas más que vividas y en corazones más que dañados por otras pérdidas. Quizá se rompe un hilo único, una complicidad que no sentíamos que existía hasta entonces. Por eso mereció la pena que el mayor incompetente culinario se pusiera el delantal para agasajar a quien le había cambiado los pañales.
Sin embargo, mi padre se fue en un pispás. Creíamos que los infartos eran cosa de ejecutivos y él era tranquilo y lo estaba, pero ocurrió. No sé qué fue peor si ver ajarse a una mujer fuerte o quedarme sin mi historia del cine encarnada en aquel Juan dicharachero y bondadoso. En los dos casos me quedé, además, sin una parte de mí irrecuperable.
Esto no es una declaración sentimental, o no solamente, sino un aviso para quienes todavía tienen un viejo protestón en casa o una anciana pizpireta o sedentaria. Da lo mismo; hay que amarlos, pero con la persistencia que quien es consciente del paso del tiempo y con el atrevimiento de quien no sabe nada de repostería, por ejemplo.