«Se empieza por matar y se acaba por no saludar a los vecinos» es la frase que oí ayer, justo antes de descubrir el pinchazo de una rueda, que me obligó a quedarme sentado durante una hora en un taller, por ser día de mucho frío y zona de escasas opciones. Me hizo gracia y pensé que el disparate estaba bien traído, hasta que me di cuenta de que no era un disparate.
Durante mi espera, acudieron dos jóvenes de alrededor de veinte años, uno con un coche de alta gama y otra con una moto vieja. Ambos acudieron al mecánico, pasaron a mi lado, entraron en el pequeño cuarto donde me encontraba y ni me dijeron buenas tardes, hola, ni adiós. La chica, antes de entrar, se me quedó mirando, como se mira un mueble, sin gesto alguno, sin pestañear, como si fuera transparente o inhumano. El del flamante carro de ochenta mil euros, ni eso.
Lo comenté y mi impresión se convirtió en juicio: por lo visto es habitual esa desconexión con el prójimo, ese desprecio al otro si no media ningún interés. Y no, no me entristeció, porque era algo menor en este mundo de guerras y de abusos, pero me hizo recordar la importancia de una educación cortés, tan presente en mi infancia y adolescencia.
En aquellos años, existían manuales de urbanidad, que contaban la manera de sentarse en el teatro o en el cine, la ropa según las ocasiones y todo lo que concernía a una vida en sociedad, como saludar, despedirse o pedir disculpas. En realidad, no hacía falta que los leyéramos porque nuestra familia, independientemente del nivel socio cultural, se encargaba de inculcarnos, por lo menos, las reglas más básicas. En los pueblos, especialmente, esta forma de interactuar con los demás no faltaba nunca y, además, con fórmulas muy curiosas. Espero que siga siendo así.
Los chicos de ayer no eran responsables de su mala educación, es decir, que su actitud radica, muy probablemente, en la nula insistencia de sus progenitores en atender al prójimo y, quizá en una fatua idea de superioridad. La «tribu» que frecuentan, acostumbrada a ver tanta distopía, habrá olvidado que todo ser humano merece un respeto, aunque conduzca un utilitario, no tenga moto o sea un señor mayor sentado en cualquier sala de espera.
Me temo que la frase del principio, aun histriónica, resulta muy acertada, por desgracia.