Cuando el 14 de abril de 1931 se proclamó en España la II República, un nuevo horizonte político se extendió ante los ojos de un pueblo fatalmente acostumbrado al desprecio y la impotencia. En los años siguientes se acometieron transformaciones sociales y culturales que pusieron en pocos años a nuestro país a la vanguardia europea, cuando hasta ese momento habíamos permanecido firmemente anclados al Antiguo Régimen. Ley de divorcio, voto femenino, emancipación de las mujeres, escolarización pública a escala masiva, apoyo estatal a la ciencia y a la cultura y un avanzado proyecto de reforma agraria figuran en el haber de los gobiernos de izquierda de este periodo. Toda esta renovación tuvo lugar en el medio de una corriente de impulso democrático, que se identificaba con el “espíritu republicano” de que se impregnó la mayor parte de la sociedad española.
Y desde aquel mismo catorce de abril las fuerzas sociales y políticas que se resistían a perder sus privilegios y que veían con temor el avance de los derechos del pueblo (entre ellas, especialmente, la Iglesia católica) comenzaron a conspirar y a boicotear la República. Cuando se dieron cuenta de que no podían contener su avance, encargaron a sus aliados en el ejército que prepararan un golpe de Estado, que contó con el apoyo de los regímenes fascistas de Italia y Alemania. La II República fue el último sistema democrático que sirvió a la sociedad española antes de la larga noche de la dictadura fascista. La represión que esta ejerció contra el pueblo terminó con la vida y la libertad de centenares de miles de mujeres y hombres que se esforzaron hasta el final por defender la libertad y los derechos democráticos. Los familiares de esas personas tuvieron que vivir durante décadas sometidos, explotados y humillados en sus pueblos y ciudades. Muchos otros miles tuvieron que exiliarse para proteger sus vidas, o bien porque, como señaló Juan Ramón Jiménez, no querían permanecer viendo cómo se alzaba el triunfo de la barbarie y el feudalismo.
Noventa y tres años después de aquel catorce de abril, las republicanas y republicanos sabemos que nuestra reivindicación no se centra solo en un cambio en el modelo de la jefatura del Estado. Cuando los filósofos revolucionarios de la Ilustración hablaban de republicanismo, se referían a la plena realización de la soberanía popular, es decir, a la alianza democrática de un pueblo que decide gobernarse a sí mismo y desarrolla los mecanismos de solidaridad que le permiten compartir unos mismos principios de justicia y libertad. Se trata, como decía la filósofa perseguida por el nazismo Hannah Arendt: “el empeño nunca acabado por parte de la gran pluralidad de los seres humanos por vivir juntos y compartir la tierra bajo una libertad mutuamente garantizada”. En el presente, la demanda de justicia y democracia se hace especialmente presente en un panorama sacudido por el genocidio que se desarrolla en Gaza, al que asistimos en directo ante la indiferencia de una gran parte de la comunidad internacional y amplios sectores de la opinión pública de nuestro país. Mientras el Gobierno emprende una tímida ofensiva diplomática todas las personas que mantenemos un mínimo compromiso ético exigimos que el genocidio se detenga, que se reconozca al pueblo palestino y que los culpables de la masacre comparezcan ante la justicia internacional.
Mientras esta exigencia se lleva a su cumplimiento, el próximo 16 de junio se cumplirán diez años de la coronación de Felipe VI de Borbón, aupado al trono para desviar la atención de la inmensa corrupción y saqueo del tesoro público llevada a cabo por su padre Juan Carlos, rey de España por la voluntad del dictador Franco.
En todo nuestro país, se está gestando para esa fecha una multitudinaria marcha a Madrid, que deje bien a las claras que el tiempo de la monarquía ha terminado y que nuestro pueblo no soporta ya más la figura grotesca y anacrónica de un jefe de Estado vitalicio y dinástico, inviolable ante la ley, que jamás ha de rendir cuentas, que no puede ser elegido ni tampoco destituido, y que nos recuerda constantemente que una parte esencial del mecanismo del poder está totalmente sustraída a la voluntad popular.
Por ese motivo a día de hoy el neofascismo ha cerrado filas con la monarquía, en una alianza que no parece incomodar a esta última. En torno a la coalición entre las extremas derechas y la monarquía se cierne la amenaza de que nuestra defectuosa e inestable democracia acabe colapsando, en el mismo momento en que la agenda neoliberal se encuentra amenazada por la gravedad social de las crisis que asuelan a la humanidad: la emergencia climática, las emergencias migratorias, la falta de derechos laborales, la especulación con la vivienda, el crecimiento de la desigualdad y la crisis de representación, entre otras.
La bandera tricolor de la república
Por eso las republicanas y los republicanos sabemos que detrás de la bandera tricolor fluye la corriente del río de todas las personas que, como decía Azaña, se han sentido desplazadas de la España inquisitorial, intolerante, fanatizada. Corriente de la que ahora nosotras somos sus herederas. Y sabemos que solo desde un modelo social y republicano es posible que la democracia se extienda a todos los ámbitos de la sociedad y actúe como una palanca reivindicativa, que transforme los privilegios de la casta en derechos para el conjunto de la ciudadanía. Cuando reclamamos en este catorce de abril la República estamos reclamando que sean los derechos humanos y la voluntad del pueblo el único criterio para organizar la sociedad. Estamos reclamando en particular que la igualdad de género se haga realidad en la vida cotidiana y desaparezca toda violencia contra las mujeres por el hecho de serlo. Estamos reclamando, como decía la filósofa, una libertad mutuamente garantizada.
Recogiendo el testigo de tantas personas que dieron su vida por la libertad y que todavía hoy yacen en fosas comunes, mientras que los nombres de sus verdugos siguen en los rótulos de las calles de nuestra ciudad, hoy proclamamos que un futuro democrático solo podrá ser un futuro republicano. Y se hará realidad, porque podemos hacerlo.
Compañeras y compañeros: ¡viva la República!