(Texto: J.J. Conde) El maridaje entre Miguel Hernández y Joan Manuel Serrat viene de lejos, pues que el primer encuentro que tuvo el juglar con los versos del poeta de Orihuela data de 1972 cuando bordó aquello de “Nanas de la cebolla”, “Para la libertad”, “El niño yuntero”, “Menos tu vientre”, “Elegía”, “Llegó con tres heridas”, “Umbrío por la pena”, “La boca”, “Romancillo de mayo” y “Canción última”. “El noi del Poble-sec” se aventuraba con otro de los grandes de nuestra poesía. Anteriormente, en el año de 1969, había grabado “Dedicado a Antonio Machado, poeta”, uno de sus álbumes más conocidos y en donde “La saeta”, “Cantares” o “Españolito” daban ya a Joan Manuel el reconocimiento multitudinario que se merecía a todos los niveles. Claro que, los vientos del poeta oriolano ya le llegaban a Serrat en la Universidad Central porque los poemas atravesaban el océano y se instalaban en las mentes inquietas de los que no se conformaban con la tiniebla que asolaba aquel período descolorido y amargo: “Vientos del pueblo me llevan, / vientos del pueblo me arrastran, / me esparcen el corazón / y me aventan la garganta…” “Cantando espero a la muerte, / que hay ruiseñores que cantan / encima de los fusiles / y en medio de las batallas”.
Y es que Serrat alberga una querencia especial por Miguel Hernández. Como ha contado a los distintos medios en numerosas ocasiones: “Yo también sentí el deseo de conmemorar el centenario del nacimiento del poeta. En principio no tenía previsto hacer un segundo disco sobre él, pero ya se sabe que cuando te metes en faena nunca sabes adónde vas, ni qué va a salir”. Y lo que salió, para el gozo de quienes admiramos con sinceridad tanto la poesía hernandiana como al “Nano” –así le dicen cariñosamente en Argentina- fue sencillamente “Hijo de la luz y de la sombra”: trece composiciones en rojo y negro, que se pusieron a girar en un verano y que a buen seguro marcaron a fuego en la carne de los que lo escuchaban el sufrimiento inmenso del “poeta de la patria, el amor y la muerte”, según reza en el prólogo de una edición mexicana de sus poesías. “Sufrió la cárcel hasta la muerte, sufrió por su primer hijo, sufrió la miseria de su mujer y sufrió por la patria que había soñado y que veía desmoronarse”, se abunda en el referido prólogo. Y así ha sido: “Tengo estos huesos hechos a las penas / y a las cavilaciones estas sienes: / pena que vas, cavilación que vienes / como el mar de la playa a las arenas”.
Pienso, y tal como lo pienso lo digo, que a Miguel Hernández se le ha venido sometiendo, a lo largo del tiempo, a un silencio más que sospechoso. Que si en ocasiones sus versos han arañado las conciencias ha sido, sin duda, porque innumerables intereses de naturaleza política así lo han demandado. En la biografía que José Luis Ferris le dedicó hace ya años, acerca de “la verdad del poeta de Orihuela”, se dice que Miguel Hernández fue relegado a un segundo plano, dentro del panorama socio-cultural de la época, por un grupo de poetas entre los que se encontraban nada más y nada menos que Cernuda, Alberti y García Lorca. Y añade el biógrafo que el mismísimo Federico no quería que un poeta “de segunda”, pueblerino y falto de estética le hiciera sombra alguna… Por de pronto, ahí estará siempre rodando este segundo y hermoso trabajo sobre Miguel Hernández en el que Joan Manuel Serrat supo, al igual que los pastores, herir el aire con su silbido.
(En el recuerdo de Miguel Hernández Gilabert, muerto físicamente el 28 de marzo de 1942)