(Texto: Juan Andivia Gómez) Es evidente que los pueblos tienen memoria. A mí me lo recuerda el presidente Rajoy cuando dice que somos una gran nación, porque siempre pienso que se está refiriendo a nuestro pasado más remoto, crisol de civilizaciones, descubridores de nuevos mundos, exportador de culturas, religión y lengua y reconquistadores (nos han dicho); porque lo que es ahora, en el momento presente, no es para considerarse muy grandes que digamos.
Hemos sido cómplices de una guerra, hemos sufrido una crisis económica, hubo quien se creyó lo de la alianza de civilizaciones, la monarquía flaqueó y flaquea, una parte de la nación se ríe de las instituciones, alimenta odios incomprensibles, se ridiculiza ella misma, somete a sus ciudadanos a la votación del absurdo y consigue despertar las fobias, antes controladas o sin objeto, de los otros radicales, que airean su bandera y perpetran chistes igualmente xenófobos.
De los tres poderes del Estado no se salva ni uno; el legislativo ha sido superado por la realidad, no sabe responder a los retos nuevos, sus protagonistas exhiben sus debilidades y han convertido el parlamento en un zoco donde se mercadea y se llega a acuerdos inconfesables: Tienen mala fama bien ganada y la mayoría no nos sentimos representados.
El poder ejecutivo va lento y desorientado; no puede hacer más porque carece de medios; está repleto de amiguismos y enchufes y ni siquiera es fiel a quienes debería obedecer.
Y la justicia, que era ciega y casta (suponemos), ya no es ni una cosa ni otra. La frase conocida de Pedro Pacheco se ha quedado obsoleta, porque está en un momento de incomprensión tal, que haciendo lo que deben no parecen justos, no contentan a las víctimas ni a los verdugos, no son respetados, como merecen, y sus autos se critican por legos e ignorantes, por cultos y juristas de igual manera, casi siempre sin fundamentación y sin conocimiento.
Como decía, los pueblos tienen memoria y aunque haya quien pueda decir, sopesando el pasado y el presente, que seguimos siendo una gran nación, la realidad es que estamos en uno de los peores momentos de consideración internacional. Bueno, eso si quienes defienden el ayer glorioso no se detienen en la masacre del descubrimiento, en las faenas del Gran Duque de Alba y Juan de Austria en los Países Bajos y Flandes (recuerden “la leyenda negra” y lean a William S. Maltby), en Trafalgar y en las guerras internas de los siglos XVIII y XIX, por ejemplo. Entonces sería mucho peor.
Y ahora, cuando se conocen personajes como Puigdemont, Monedero y Torra y se recuerda lo que han hecho los pícaros del momento, se quiere que se nos respete en Europa. Parece una incoherencia más, a la altura de las del señor Iglesias.
Hace años, en las aguas de Chapultepec, en Ciudad de México, un joven amaestrado nos contaba con rabia que todo aquello había sido destruido por los españoles (y era verdad); y tuvo que ser una mexicana informada quien centró la discusión en el tiempo y en la época; pero sobre todo, recalcó, como yo lo he hecho en varios medios, que ya no vive Hernán Cortés. Pues algo parecido debe de ocurrir en la memoria de los belgas.
Así que, de la misma manera que hay quien ha llegado a creer que alguna raza no es de fiar, sin ninguna razón objetiva, más allá de que lo que le pasó puntualmente a algún conocido, los habitantes de esta nación grande, que ha hecho cosas grandes y que debería creérselo, como se lo creen los franceses, no estamos bien vistos en otros lugares del planeta.
Desgraciada o afortunadamente, no se puede cambiar el pasado (la historia sí, un día tras otro; o se intenta); lo único posible y deseable es hacer las cosas bien y, en cualquier caso, no quejarnos. O revisar el concepto de grandeza.