(Texto: Federico Soubrier) Sucedió en algún lugar que un día hubo una reunión.
—Estamos aquí reunidos para que mi hijo sea nombrado alcalde –dijo el padre terrateniente.
—¿Eso qué es? –preguntó el médico.
—Pues que se va a encargar de todos los servicios para mejorar la vida del pueblo y le asignaremos un sueldo –respondió el padre.
—¿De dónde va a salir el dinero? –preguntó interesado el galeno.
—Lo quitaremos de la paga de los jornaleros. Lo mismo lo llamamos un día IBI o IRPF –contestó el padre de nuevo.
—Pues si quieres mi voto me hago cargo de las fuerzas de seguridad para controlar a los catetos proletarios. Me hacen falta cuatro o cinco hombres con uniformes, armas, y por supuesto nuestros sueldos de esa nueva mina que has inventado –exclamó el más fornido con bigotes.
—Para tener mi voto tendréis que crear la Seguridad Social y quitarles otra parte del salario. Cuidaremos de su salud y le daremos todos los servicios que necesiten –increpó el doctor.
—¿Todos? –preguntó el chamán.
—Tampoco hay que pasarse –dijeron al unísono el nuevo alcalde, el médico y el recién nombrado capitán de las fuerzas de seguridad.
—Vale, yo voy a ser el obispo, quiero una parte para vivir, otra para construir una iglesia. Que todos los oficios se celebren, se paguen allí y que me convoquéis a todos los actos oficiales –pidió el chamán sin recatarse.
—Sin problemas –dijo el alcalde, que iba cogiendo terreno.
—¿Y si los catetos se niegan? –preguntó el antiguo chamán ahora obispo.
—Ampliamos las fuerzas de seguridad o simulamos elecciones para que se crean que ellos eligen su destino –respondió el padre del alcalde sin dudar.
—Yo quiero una nueva escuela y una biblioteca –explicó el maestro sin pedir salario.
—Tú enseña a escribir y las cuentas para que puedan firmar y pagar, nada más. No nos interesa tu trabajo y ni un libro que no sea un cuaderno Rubio o estrenas el calabozo —dijo el flamante capitán que ya manaba autoridad.
—¿Empezamos todos a trabajar? –preguntó el novel Director de la Seguridad Social.
—Nuestros cargos, nuestros sueldos y ya está, lo vamos a celebrar –exclamó contento el alcalde.
El maestro se fue caminando tácito y meditabundo. Tenía cincuenta libros prohibidos, treinta alumnos y demasiado trabajo por delante para intentar parar aquella atrocidad.