(Texto: Paco Velasco) El gran Muñoz Molina aseguraba que el lugar del testigo era la crónica. No le falta razón, protesto con timidez ante el gran maestro, pero, a mi juicio, la crónica es un concepto histórico al que se incorpora un fuerte matiz literario, siquiera periodístico. Y ello, porque la crónica indica sucesión de tiempo, de forma que si la adjetivamos a un episodio, puede llevarnos a los anales; si a un defecto, a lo inveterado; si a un dolor, a lo puntual y si a una patología, prolongada. Sin embargo, el testigo reduce su protagonismo a unos pocos hechos que trascienden su voluntad de relatar. A unas preguntas procedentes, unas respuestas concretas.
La historia de España es un relato de cronistas con más o menos oficio, menor o mayor voluntad de investigación, decidida búsqueda de la objetividad o de la subjetividad más escandalosa y, en cualquier caso, libertad para desembarazarse de los intereses en juego. Desde este punto de vista, cualquiera que defienda a ultranza que España es una unidad de destino en lo universal es tan mamarracho como quien sostiene que el Condado de Barcelona nunca perteneció a la Corona de Aragón.
Los testimonios, querido Muñoz Molina, trascienden a las crónicas, a las historias, a las narraciones, a los cuentos, a los chascarrillos y, siguiendo en orden de decrepitud crediticia, a los mitos y a las fábulas. Por lo demás, Cataluña es tan España como Castilla. Eso sí, salvo que ese gran intelectual de la orfandad cognitiva, ese Séneca del barrizal, que es Monedero, nos regale un invierno venezolano.