(Firma: Juan Andivia Gómez) Supongo que sería en cualquiera de los programas del señor Moreno, y no me refiero a Bonilla, sino al padre de Monchito y Rockefeller, donde oí por vez primera la interjección Guau para animar o elogiar a alguien, guau repetidamente, como un ladrido. Al acompañarle vítores más conocidos, comprendí que se trataba de una forma de aplaudir verbalmente, a pesar de que también se daban palmas.
En el mismo contexto, se empezó a oír silbidos desentonados, que también significaban aceptación y, con las tragaderas que nos caracteriza, fueron aceptados ambos como sinónimos de estupendo, magnífico, qué bien lo has hecho.
De los presentadores de televisión y demás envenenadores léxicos pasó a los conciertos e incluso al teatro y, ahora, la única forma reverencial de admitir un trabajo excelente que nos queda es ponerse en pie al acabar una función, para pedir bises. Claro, que en la mayoría de los eventos musicales no se puede hacer, porque ya se está en pie y en el duro oficio de espectador televisivo, únicamente ocurre con los goles del equipo propio.
Los jóvenes comprendieron que esas manifestaciones tenían el mismo valor que los vivas y las añadieron a sus expresiones de admiración, que eran escasas como su vocabulario, en general. Los bravo, hurra, oles y olés, casi dejaron de usarse pero, curiosamente, no ocurrió en todos los ámbitos, ya que en el terreno deportivo seguían siendo los silbidos el mejor abucheo y rara vez se oye un guauguau con las jugadas de Messi; y creo que en los toros tampoco se ladra humanamente.
Mi amigo Miguel Ángel, en sus elucubraciones, dice que los perros domésticos emiten esos sonidos de forma entrecortada porque han aprendido a imitar a sus dueños, cuyas palabras brotan de esa manera; y para eso se basa en su conocimiento de los perros groenlandeses y demás “spitz” polares.
Es cierto que los lobos, chacales, zorros y otros cánidos salvajes no ladran, sino que aúllan, o ululan, que quizá fuese el medio más habitual de comunicarse, pero qué lástima que nosotros le hayamos contagiado esa habla corta y que ellos nos estén contagiando la suya, e incluso algunos comportamientos. Con lo hermoso que hubiera sido que nos hubieran contagiado la fidelidad, por ejemplo.