Sabemos que el año comienza cuando volvemos de vacaciones y, en las familia con estudiantes, cuando comienza el curso, pero nos empeñamos en dejarnos llevar por las fechas de consumo y celebramos lo que haya que celebrar, uvas, gastos extraordinarios, reuniones y champán.
Obviamente, no son las únicas fechas, ya pasaron San Valentín, los días de la madre, el padre, la abuela, el vecino y la ex, las rebajas, el Black Friday, Papá Noël y tantas otras imposiciones mercantiles.
Liberarse de cada una de ellas significa algo más que autodeterminación, porque si no es por economía, la elección es un primer paso de individualidad.
Quedan ahora la nochevieja y los reyes, cada vez menos reyes y menos magos. Y es normal que estos últimos permanezcan por la ilusión que suponen para la niñez, aunque siempre se exagere y la mayoría de los juguetes acaben abandonados por falta de uso.
Pero el fin de año es una farsa que solo se comprende por la necesidad de vender ropa, menús a precio de oro, noches de hotel, televisión, comida y el afán de fiesta de la juventud. Sabemos que el treinta y uno no acaba nada, excepto los calendarios y, por desgracia, los problemas seguirán existiendo el día después, agravados por la llamada cuesta de enero.
Si la razón sigue siendo reunirse con los allegados, darnos unos besos y abrazos, brindar y desear por un instante, sean bienvenidas todas las fiestas y todas las celebraciones; además, sabemos que hay familias que se desplazan únicamente para este fin y con este fin se encuentran.
En realidad, nuestras vidas están llenas de autoengaños: en la infancia aguantamos más tiempo las creencias que nos proporcionan regalos; la Semana Santa y las romerías están llenas de impíos; hay parejas que celebran un aniversario que no quieren recordar; existe la familia política; respondemos con cortesía a las preguntas de cómo nos encontramos y hacemos creer a nuestros jefes que les respetamos. Solo los creyentes de verdad tienen razones para estar felices en fechas determinadas, porque tienen un motivo auténtico por el que alegrarse.
Ni el año nuevo es nuevo, aunque sí es otro año, ni la nochevieja, por mucho ritual que se invente, deja nada atrás. Pero la voluntad lo mueve todo, dicen; así que adiós «annus horribilis» y bien venido otro tiempo en que se pueda soñar.