Una tiene la sensación que todos los años las noticias sobre el tiempo estival las hacen con un copipega de las del verano anterior: en el Valle del Guadalquivir hace más de cuarenta grados, la gota fría en el Levante y en Galicia duermen fresquitos por los siglos de los siglos, amén.
Ese viento de poniente que se mete en la playa y nos manda a todos para casa.
Hay una conversación de ascensor que en verano gana por goleada a la del tiempo: el crecimiento de la prole de tus vecinos de un año para otro.
A mí también me maravillaban aquellos mapas llenos de isóbaras, esa imagen que parecía mucho más sucia y trabajada que la foto aséptica que en la actualidad nos envía el satélite.
Nada más bonito que observar cómo cada día el sol va escondiéndose un poquito más allá y saber que el año que viene volveremos a verlo en ese mismo lugar.
Las tardes de agosto, ni por leña al monte ni por agua al pozo, decía mi abuela en cuanto nos veía pasar la hoja de julio en el almanaque.
En Viena llueve una media de 160 días al año. Es la octava capital más lluviosa de Europa, por detrás de Copenhague, Oslo, Londres, Bruselas, Ámsterdam, Helsinki y Estocolmo. El mes más lluvioso suele ser junio. ¡Qué suerte tuvieron Jesse y Céline! ¡No cae ni una gota en toda la película!
Alguien me habla de las lazy holidays, las vacaciones para no hacer nada. En mi cabeza aparecen las cuatro muchachas de aquella foto que Nina Leen tomó en una playa de Florida en 1950.
¿Mi aspiración en la vida? Ser como ese segundo en el amanecer en que toda la belleza se concentra en la luz. Ya lo decía Juan Ramón Jiménez: las ideas también tienen sus paisajes.